José Joaquín Blanco
Todos somos detectives

Corrían los últimos años del echeverriato con su gran novedad: el asalto de los economistas al poder; una ``efebocracia'' de economistas recién graduados; desborbada sobre la sociedad los más variables y contradictorios mesianismos tecnocráticos. Producían proyectos faraónicos y quiméricos y cientos de leyes y reglamentos por día, con nuevos impuestos y nuevos fideicomisos, con gráficas y lenguaje técnicos incomprensibles.

Todo mundo se burlaba de la demagogia y la incontinencia verbal y burocrática de la reciente casta de economistas, pero no fueron tanto sus discursos ni sus invenciones de escritorio lo que arruinó al país y a ese sexenio, sino la quiebra económica.

Vinieron en cascada miles de explicaciones sobre los PIB y las tasas y los deciles y los parámetros y los escenarios macroeconómicos; y el público, contagiado por tanto discurso y tanto comentario economicista en la radio y los periódicos, empezó a hablar del PIB y deciles y tasas y parámetros y escenarios macroeconómicos.

Abel Quezada dibujó entonces unos célebres cartones en los que sus habituales vendedores ambulantes de tacos y sus clientes, todos rodeados de moscas, todos esgrimiendo sus plumeros matamoscas de tiras de papel, comentaban la crisis económica con razones del PIB y las tasas y los deciles y los parámetros y los escenarios macroeconómicos. Echeverría había conseguido volver economistas a todos los mexicanos; curiosamente, no prendió en la sociedad tanto su demagogia heroica o populista como la jerigonza economista. Abel Quezada llamó a ese cartón: ``La dura escuela de la vida''.

Salinas y Zedillo han hecho otro tanto con su ``reforma de la justicia''. Probablemente lo más memorable del último lustro, además de la catástrofe económica (otra vez, producida por economistas-financieros-especuladores), sea que volvió detectives y jurisconsultos a todos los mexicanos. Nos falta un Abel Quezada que pinte el cartón del vendetacos y el cometacos callejeros, todos llenos de moscas, ambos armados del matamoscas en forma de plumero, confeccionado con tiras de periódico, que discutan de indiciados, ministerios públicos, fiscales especiales, flagrancias, investigaciones, calibres de armas, complots, giros de la víctima al caer, asesinos bien solitarios pero demasiado acompañados.

Entre mordida y mordida al taco de canasta discutirían sobre los pormenores de los rostros de los cinco Aburtos (llevamos cinco, más los que se acumulen esta semana).

Se dice (y es posible que así sea) que los mayores talentos del derecho y la criminalística, que los grandes peritos, que las mayores lupas y los bigotitos mejor recortados en toda la historia del sistema judicial del país, han sido requeridos para los homicidios famosos del salinato-zedillismo. Sólo para caer, una vez tras otra, en las pifias judiciales más famosas del siglo. Cuando mataron a Obregón nunca se dijo que hubiera cinco Torales.

Y así como los economistas del echeverriato, hundidos en el ridículo, sufrieron ser reprobados y corregidos por una sociedad a la que habían obligado a improvisarse como economistas ``la dura escuela de la vida'', ahora todo nuestro sistema legal, tan cundido de juristas, sufre el ser reprobado y corregido por una sociedad que investiga, lucubra, litiga y dictamina por su cuenta. Y desde luego, no lo hace peor que los profesionales, a pesar de que los togados se destoguen a gritos contra los rumores; el improvisado detective de la calle tuvo la razón contra el especializado fiscal encargado del caso Aguas Blancas, por ejemplo.

Carpizo, Montes, Islas, Lozano y todos los togados y birreteados debieran tomar clases de Derecho Penal con los taxistas y los vendetacos y cometacos mosqueados de Abel Quezada. Cada mexicano se ha vuelto un Padre Brown o un Sam Spade; compara Aburtos como quien compara alcachofas y remolachas, todas bien parecidas pero todas bien diferentes; urde complots, demasiado elaborados, pero bien creíbles menos inverosímiles, por ejemplo, que las mil-y-una-nochesca cifra de los más de 100 millones de dólares que le aparecieron a Raúl Salinas, sobre todo si se tiene en cuenta que el villano Caecescu de Rumania sólo se le comprobó un pálido milloncito; todo prócer de nuestra nomenklatura está bajo sospecha, todo político es capaz de mandar matar, incluso con el barroquísimo plan de matar para no matar, como se ha dicho estos días que a Colosio lo había mandado matar Córdoba para que no resultara completamente asesinado, sino nomás un poquito.

Uno de los dogmas bien enraizados en la cultura mexicana durante décadas, y que el salinato-zedillismo echó por tierra, era la imposibilidad de la literatura policiaca en México. Se decía que en un país de recomendados, influyentes, confesiones bajo tortura, invención de culpables, fabricación de pruebas, demagogia de juristas y venalidad de jueces, jamás prosperaría la limpieza matemática de una novela de detectives.

Ahora no se inventa otra cosa en los taxis ni en los puestos de tacos, para no hablar de las cantinas (donde los borrachos metidos a penalistas resultan, de cualquier manera, más inteligentes que los penalistas que piensan y hablan como borrachos).

Pero es un detectivismo surrealista, tropical, profuso, telenovelero; exuberantes crímenes tropicales de realismo mágico. Hubo salinato en el asesinato? Fue un asesinato sin salinato? Fue el asesinato de Colosio, tan sin Salinas, un a-salinato?