Quien fuera poderoso titular de la Oficina de Coordinación de la Presidencia con Carlos Salinas, José Córdoba Montoya, ha vuelto a demostrar que es necesario que la Procuraduría General de la República investigue el papel que tuvo en el asesinato de Luis Donaldo Colosio, y que el Congreso revise con lupa la forma en que utilizó el enorme poder que ejerció.
El domingo pasado el periódico Reforma, de la ciudad de México, publicó una entrevista que Sergio Sarmiento le hizo a Córdoba Montoya y en la que éste da su versión sobre hechos de importancia nacional. Antes de hablar sobre lo que en ella se dice y no se dice, quisiera empezar con el hecho mismo.
En entrevistas de esta naturaleza existe un conflicto de voluntades entre quien pregunta y quien responde. El periodista quiere tocar los temas que considera de mayor interés para el público, pero el que se enfrenta al micrófono quiere dar su versión de los hechos y alejar la conversación de aspectos que le puedan ser desfavorables. Por tanto, en las negociaciones anteriores a la conversación hay un forcejeo sobre los términos y las condiciones del encuentro y de la publicación.
La diva Marlene Dietrich, vivía encerrada en un departamento de París y su condición para abrir la boca era que no la fotografiaran. Cuando Carlos Salinas salió de México, se comunicó con el diario The New York Times para decir que quería dar una entrevista; cuando llegó el periodista Sam Dillon (actualmente corresponsal en México) Salinas le dijo que la plática sería off the record, a lo que se negó el comunicador. Finalmente, cuando Don Luis Colosio responsabilizó a Córdoba Montoya, en entrevista con El Imparcial, puso reglas sobre cuándo debía publicarse.
Se trata de una práctica normal e inevitable, pero de la cual debe informarse puntualmente, porque eso permite calibrar preguntas y respuestas y formarse una opinión sobre quién terminó utilizando a quién.
Sergio Sarmiento ya informó que de él salió la iniciativa, que él formuló las preguntas y que se reunió en varias ocasiones con Córdoba. Sin embargo, no aclara si Córdoba Montoya, le puso algunas condiciones. En tanto Sarmiento hace esas precisiones, adelanto una hipótesis: Córdoba fijó los temas y las preguntas sobre los que iba a hablar, y tuvo el privilegio de revisar con enorme cuidado la versión final que se iba a publicar. Por ello es que se reunieron varias veces, y por eso es que se trata de una entrevista tan cuidada.
La interpretación que estoy haciendo viene de la lectura del texto que gira en torno a dos ejes: una defensa apasionada de su inocencia hecha en respuesta a Don Luis Colosio, y que incluye un reto directo a la Procuraduría General de la República, y una detalladísima explicación de todas las maldades que Manuel Camacho Solís, como comisionado para la Paz en Chiapas, cometió contra Luis Donaldo Colosio (de 18 preguntas 11 regresan obsesivamente al papel de Camacho).
Córdoba Montoya no explica, y Sarmiento no lo pregunta, por qué si no tuvo ninguna responsabilidad en el asesinato, se retiró de su cargo como coordinador de la Oficina de la Presidencia, siete días después del asesinato (el 30 de marzo). Córdoba tampoco pronuncia el nombre de un actor clave que escribió una carta hablando de las tensiones entre el candidato y el Presidente: Ernesto Zedillo Ponce de León.
Al señalar las ausencias más obvias, no pretendo demeritar el campanazo periodístico de Sergio Sarmiento o de Reforma, sino iluminar un aspecto que me parece central en la comprensión de ese resentimiento que despierta Córdoba. Con esa entrevista, el francés naturalizado mexicano vuelve a imponer sus condiciones y a manejar el flujo de información a su conveniencia y a la de su jefe, Carlos Salinas. A esa impunidad en el ejercicio del poder quisiera dedicar algo de espacio.
Cuando Sergio Sarmiento le preguntó ''qué tan grande era su poder?'', Córdoba le respondió que la suya ``no era una dependencia que diera poder'' y que ``ningún secretario de Estado jamás acordó conmigo''. Luego precisa que ``yo participaba en las reuniones de gabinete especializado porque era facultad de la Oficina de la Presidencia''.
En esta última afirmación, Córdoba miente de manera deliberada. El acuerdo que crea la Oficina de Coordinación de la Presidencia (Diario Oficial, 7 de diciembre de 1988), de la cual él era titular, es contundente: entre sus funciones no estaba ``participar'', como él dice humildemente, sino ``coordinar y llevar a cabo el seguimiento de los acuerdos que se tomen en el seno de los gabinetes especializados'': el económico, el agropecuario, el de bienestar social, el de política exterior y el de seguimiento nacional. En estos gabinetes se coordinaba, definía y evaluaba la política del gobierno federal (``cada gabinete tenía un Secretario Técnico que dependía funcional y administrativamente'' de Córdoba.
Córdoba, sí tuvo un poder excesivo que le venía de ese acuerdo, de su cercanía con el Presidente y de las redes de interés que estableció. Su oficina influía en decisiones que afectaban el país de diversas formas y sobre las cuales hay una enorme cantidad de preguntas. Influía Córdoba en la forma en que el presidente Salinas asignaba los enormes presupuestos incluidos en el Ramo 00023? Recibía o tenía acceso a los informes que cada día envían los servicios de inteligencia al presidente de la República? Córdoba lanzó un reto al procurador general de la República y éste debe interrogarlo y dar a conocer lo que diga. Pero además de la PGR, el Congreso debe establecer una comisión especial plural, que revise con mucho cuidado cuál fue el desempeño de Córdoba Montoya en la Oficina de la Coordinación de la Presidencia, entre el 8 de diciembre de 1988 y el 30 de marzo de 1994.A Córdoba Montoya, se le ha criticado su origen extranjero (se nacionalizó mexicano hasta 1985, aunque en la próxima entrevista debe aclarar si todavía conserva su pasaporte francés). Es cierto que Córdoba Montoya es una muestra acabada de ese estereotipo del gachupín; extranjero que menosprecia a México y a los mexicanos, pero que se beneficia lo más que pueda de nosotros. Pero no hay que ser extranjero para comportarse como gachupín, porque hay un buen número de mexicanos que encajan en esa definición (muchos de los que ahora se dan baños de patria hacían paciente antesala para ver a Pepe).
A Córdoba, no hay que condenarlo por su origen extranjero, sino por ser un símbolo del ejercicio del poder que actúa sin rendirle cuentas a nadie. Eso es lo que debemos combatir y erradicar, y por eso es que Córdoba y Salinas, entre muchos otros, tienen que seguir dando explicaciones sobre lo que pasó en ese trágico sexenio.