METRO BALDERAS Jorge Anaya
Juegos de guerra

A Teresa Jardí, respetuosamente

Cuando era niño, viajera, pasaban en la tele un programa que se llamaba En la cuerda floja, en el que Mike Connors estelarizaba a un agente especial de la policía, entrenado para infiltrarse en el hampa y desmantelar planes siniestros sin más ayuda que su ingenio y, como último recurso, un revolvercito que llevaba en una minifunda colgada a la espalda, justo arriba de donde te imaginas.

En ese entonces me emocionaba cuando los malvados caían en manos de los buenos gracias al valor indomable de éstos, auxiliados con cada vez más complicados equipos de detección, rastreo, espionaje y demás, para no hablar de las armas avanzadísimas y letales.

Pero luego llegaron Serpico y sus herederos, y los buenos empezaron a volverse cada vez más gandallas, con el pretexto de que para ``limpiar'' las calles de las ''basuras humanas'' era menester volverse más bestia que ellas. Por supuesto, las leyes, los procedimientos judiciales y los defensores de los derechos civiles y humanos empezaron a aparecer cada vez más como molestos estorbos en esta noble aunque un tanto desaseada tarea.

Ahora es cada vez más cercana la posibilidad de encontrarnos en la vida real con agentes dotados de tecnología de punta y entrenamiento al nivel de West Point, amparados con reformas legales que dejan atrás medias ``blandengues'', pero cuya entraña no andará muy lejos de la de aquellos sheriff men que acaban de dar a tres paisanos nuestros una muestra de la nueva política de buena vecindad en Riverside.

Y ante casos como el asesinato de aquel ciudadano durante la persecución de los asaltantes del helicopterazo, o las constantes golpizas a los ambulantes que en otro tiempo fueron clientela del poder, o las maniobras legaloides o publicitarias como los trabajadores de Ruta 100, me estremece pensar quiénes serán realmente los destinatarios de tanta modernización policial.

Cuentan que cuando el káiser Guillermo II de Alemania empezó a mejorar su flota naval, puso como pretexto a su primo, el zar Nicolás de Rusia, que de niño le encantaba ver las hermosas naves rusas en los mares del Báltico, y siempre soñó llegar a poseer unos barcos así de bonitos. Quizá algunos de los forjadores de la actual política de seguridad estén ahora temblando de placer ante la próxima materialización de algunos sueños infantiles. Los juegos del káiser costaron al mundo un millón de vidas en la Primera Guerra Mundial... qué precio, viajera, tendremos que pagar por los de nuestros émulos de Schwarzenegger.