Mina muere de sed mientras su agua sacia a Monterrey
Laura Gómez Flores, enviada /I, Mina, NL A 43 años de haberse decretado la veda sobre el uso del agua, lo que en los años cincuentas fue una próspera zona cañera ha desaparecido y en su lugar sólo queda una tierra hostil y árida, cuyos habitantes soportarán este año la peor sequía de que se tenga memoria.
Más de 30 mil personas que habitan en comunidades miserables, además de ser víctimas del subempleo y el desempleo crecientes, enfrentan la carencia de agua para beber. Diariamente deben buscarla en los cada vez más secos bordos, aljibes o abrevaderos, y cuando la hallan tienen que compartirla con las pocas vacas, mulas y burros que poseen.
Las condiciones de vida y de trabajo que imperan en estas comunidades --la mayoría de tipo ejidal-- se caracterizan por la siembra de cultivos de temporal de alta incertidumbre, ganadería de subsistencia, ineficiente explotación de recursos forestales no maderables, desequilibrio entre precios de mercado e ingresos, alto rezago social, deficiente organización de productores y escaso equipamiento de servicios.
Existen regiones donde la competencia por el líquido se ha resuelto, según la ley, en favor de usarla para consumo humano y se ha restringido el uso productivo, como ocurre en las zonas de veda de Saltillo, Arteaga y Ramos Arizpe, en Coahuila, o bien en el municipio de Mina, Nuevo León, que representa 40 por ciento de la demanda de Monterrey.
Julio Villegas Márquez, presidente municipal de Mina, considera injusto e incongruente que a menos de 40 kilómetros de la zona industrial de Monterrey se observe tanta miseria y no haya recursos naturales y económicos para superarla.
``Pese a que tenemos suficiente agua a unos cuantos metros de la superficie en los cientos de pozos segregados en la región, no podemos acceder a ella, pero sí debemos canalizar la necesaria para que la gente de la ciudad viva sin preocupaciones, mientras nosotros tenemos que pagar 10 pesos por un tambo de 25 litros, cantidad insuficiente para cubrir nuestra mínima demanda familiar.
``No comprarla significa dejarnos morir porque el agua que tenemos es verdosa y tiene gruesas natas negras; empero, muchos tienen que consumirla por falta de dinero'', explicó el edil.
De 25 ejidos que tiene el municipio, 23 carecen de electricidad, agua potable y vías de comunicación en sus 198 kilómetros; sin embargo, la Secretaría de Desarrollo Social no lo considera de atención prioritaria, afirma.
Camino a las comunidades más pobres del municipio, se puede observar la Hacienda del Muerto, donde, según leyendas, un regimiento de rebeldes de la Revolución murió inexplicablemente sin que se derramara una gota de sangre.
Lo que podría ser un atractivo turístico similar a Real de Catorce, en San Luis Potosí, por la puesta del sol, la cercanía con pinturas rupestres dibujadas sobre rocas en una colina, su zona arqueológica y las diversas casas de adobe con chimenea que rodean a la iglesia principal, Mina se ha convertido en el lugar preferido de los buscadores de tesoros perdidos y de las palomas, cuyo excremento está acabando con los techos y las paredes del lugar.
A pesar de que en varias ocasiones se ha propuesto a las autoridades estatales realizar proyectos de desarrollo, a la fecha no se ha obtenido una respuesta afirmativa, con el argumento de que ``hasta que superemos la crisis económica del país, no se puede hablar de inversiones. Mientras tenemos que esperarnos y dejar de echar a volar nuestros sueños'', comenta el presidente municipal.
Pobreza extrema, la constante
En ejidos como Presa de la Mula, San Antonio Arista, Delgado, Carricitos, Los Lirios y Deslizadero se puede observar que, a unos cuantos años del siglo XXI, hay gente que vive como a principios de 1900: hacinadas en pequeñas casas de adobe y varas del campo que no tienen siquiera una fosa séptica, por lo que deben defecar en el llano, con lo que contaminan aún más su ambiente.
Antes, dicen, podían juntar agua de lluvia en tinas y tambos, pero de dos años a la fecha no ha caído una gota, ni siquiera para asearse. ``Así que imagínense como estamos. Lo peor es cuando llegan las pipas a vendernos el líquido y no tenemos dinero, por lo cual tenemos que esperarnos más de un mes para que regresen''.
En los últimos años la pérdida de seis mil hectáreas de maíz, frijol y, en menor escala, de trigo, así como la reducción de los caudales de la Presa de la Mula de 600 mil metros cúbicos a cero ha provocado que la gente sólo se dedique a la recolección de lechuguilla por menos de diez pesos al día.
La vida aquí transcurre en un agitado ir y venir. Desde el alba hasta entrada la tarde recorren en promedio ocho kilómetros para encontrar la lechuguilla o ixtle --utilizada para hacer costales, bolsas, lazos o cepillos industrializados-- y que concentra Fibras Santa Catarina, que le da un alto valor agregado al producto.
Algunas veces se quedan tallando en el monte. En otras ocasiones los hombres se hacen acompañar de sus hijos para juntar más plantas y llevarlas a cuestas en los coyoles que ellos mismos confeccionan, a fin de que las mujeres también colaboren en la guerra de los gatos.
A esta agotadora tarea, que se realiza todos los días del año y a toda hora, se le llama así porque las espinas de la lechuguilla --que quedan incrustadas en las palmas de las manos y dejan huellas permanentes-- se asemejan a las que dejan las garras de esos animales.
Una vez que logran deshebrar la planta con un tallador que parece un cuchillo de carnicería, tienen que ponerla a secar todo un día, pero deben evitar que se ponga amarilla o de lo contrario no encontrarán comprador alguno.
La gran mayoría la vende en los locales rurales de Conasupo --que funcionan como tiendas de raya, pues los vendedores nunca reciben dinero en efectivo, sino pura mercancía-- a 3.10 pesos el kilo, o bien a los particulares en 2.75 pesos. Los precios varían según las leyes de mercado vigentes.
La historia se repite
En Salto Colorado, municipio de Vanegas, San Luis Potosí, sus más de 100 habitantes esperan cada tarde con ansia la llegada de funcionarios de los gobiernos estatal o federal o del Programa Mundial de Alimentos para que a cambio de hacer adobes o participar en la construcción de una obra reciban una pequeña despensa, consistente en un kilo de harina de maíz, tres cuartos de frijol, un cuarto de aceite y carne enlatada.
Es la cultura de la ración la que prevalece en este tipo de comunidades: ``A mí tráigame de comer y hago lo que quiera'', ofrecen.
``Hace buen rato que no viene por aquí nadie de fuera, aunque estamos conscientes de que para hacerlo tardan muchas horas porque el camino es bastante sinuoso, pero ojalá no se olviden de que existimos, de que detrás de cada cerro pelón hay gente muy trabajadora pero no puede hacer nada para volver productiva esta tierra seca que obtuvimos con la reforma agraria y que parece talco'', dicen con tristeza los hombres que rodean a los visitantes.
De sus labios cocidos por el sol y la tierra salen palabras de esperanza en que sus vidas mejorarán, mientras suplican con la mirada que los escuchen y atiendan.
Los niños logran colarse entre los adultos. También quieren hablar. El Ratón, un chiquillo delgado de ocho años, toma la palabra: ``Aquí los niños y las niñas ayudamos a nuestros apás. No ganamos mucho del tallado, pero sí lo suficiente para cambiar la fibra por unas papitas, un pelón (dulce de tamarindo) o un refresco.
``Es duro lo que hacemos, sobre todo cuando nos cuentan que otros niños de nuestra edad no trabajan, o si lo hacen no les quedan tantas marcas o se les hacen las manos así de gruesas como a nosotros'', agrega.
Ante la mirada asombrada de los visitantes muestra sus diminutas y gruesas manos verdosas y echa a correr para traer sus implementos de trabajo y demostrar que ha aprendido la difícil tarea de subsistir.
``Aquí --dicen los hombres-- hay que joderse mucho o no comemos. Nuestras familias son grandes, entre 10 y 13 integrantes porque nadie nos dijo cómo cuidarnos. Ahora lo que nos queda es mantenerlos y darles escuela, aunque esto también tarda mientras se juntan por lo menos diez niños para aprender'' .
Por ejemplo, hay jovencitas de 12 años que no sabían leer ni escribir y que tuvieron que esperar a que los demás niños crecieran para abrir un grupo nuevo, del cual siempre deja de ir más de la mitad, por las labores de la casa.
Pese a no tener una esperanza de vida mejor, la gente continúa en estos lugares porque tiene un techo donde resguardarse, un medio para mal comer y la esperanza de que pronto las autoridades voltearán sus ojos hacia ellos.