Era, básicamente, un problema actoral. Cuando la disputa de la tierna pareja que formábamos llegara al clímax de los gritos y los portazos, yo bajaría furioso a la recepción del hotel, saldría a la calle y me iría para siempre. Entonces Nathalie abriría la ventana sin dejar de insultarme, arrojaría nuestras dos mochilas en el colmo de la ira, se estrujaría las manos entre sollozos de arrepentimiento al verme desaparecer, en efecto, con los bultos a cuestas, y correría por las escaleras, por el vestíbulo, por la orilla de los canales y por los puentes de la noche holandesa, ululando en pos de mí, porque debíamos 300 dólares de alquiler y no se nos ocurría otra forma de escapatoria.
Sólo el teatro, pensábamos, podría salvarnos de la cárcel. Aunque existía, quizá, una opción menos espectacular. Me puse toda mi ropa, las tres camisas, los tres pantalones, y comprobé que, según el espejo, no estaba tan increíblemente gordo como para levantar sospechas. Pero mientras se reía de mis poses en el breve escenario del cuarto, Nathalie se quitó el overol de gasa, la playera y las sandalias, y me desvistió tres veces consecutivas con la grata parsimonia que empleaba al hacerlo todo: hablar, dibujar, comer, empujar con la lengua por dentro de los besos...
Nathalie dije, sin que nadie me oyera, apretando los labios contra uno de sus párpados, y luego olvidé lo demás porque, fundamentalmente en la cama, íbamos de ocurrencia en ocurrencia.
Ella vivía a las afueras de París, en una casa de estudiantes y obreros desocupados, una casa tomada entre el campo y las últimas calles de la periferia, y en el jardín aún quedaba sol a las once de la noche, cuando me levanté porque de lo contrario perdería el metro. Quiero decir que no íbamos siquiera a despedirnos. Nathalie acababa de subir a la cocina con una charola de platos sucios, y yo había ido, simplemente, a comer, invitado por un amigo de Wayne, su ex marido, que a su vez era amigo de su marido actual de quien ya estaba separada, aunque por falta de espacio y dinero todavía compartían la cama, y bueno, habíamos pasado, a lo sumo, tres cuartos de hora no sólo conversando, sino planeando un largo viaje para otra vida, algún día, por las estepas de Mongolia. Por qué no?
Pero la fiesta se había apagado como el interminable atardecer del verano y, mientras yo desistía de fraguar pretextos para acercarme a ella y quedar en algo, en cualquier cosa, Nathalie apareció de repente en el balcón, gritándome porque estaba a punto de olvidar mi sombrero en la cocina. De manera que trepé, saltando los escalones de dos en dos, y ahora, sólo una semana más tarde, estábamos en un serio aprieto, no en París, no en Mongolia sino en Amsterdam, rodando sobre una cama que no íbamos a pagar. Y todo, bien visto, porque René, el menos próspero de los tres cocineros franceses de otro cuento, no había dormido la noche que fui a cenar en su casa, junto al metro Couronnes, y me excedí hablando de los zapatistas.
Los insomnes
Qué sabían, realmente, él y Eve, su mujer, acerca del EZLN? En agosto de 1995 ignoraban, por ejemplo, que hubiese una pinta stendahliana, es decir rojinegra, sobre la puerta de Saint-Dennis, que decía en español: ``Viva EZLN'', pero conocían en cambio el video de Carmen Castillo y Tessa Brissac, que pasó por Arte en la televisión y que fue visto en toda Francia (dos meses antes que Chirac ganara). Y eso no era todo. René acababa de leer la quinta edición de la versión francesa del ``Ya basta!'' de Marcos, publicada por un grupo anarquista que se financiaba con las ganancias de una empresa de ``conversaciones calientes'', que operaba a través del minitel. Y aún más: en el cuarto de huéspedes, en donde no había foco y sólo se amontonaban las sombras de un desorden que tuvimos que vadear para llegar a una esquina, iluminado con una linterna sorda como un fresco en una cueva, estaba el famoso poster de Raúl Ortega, en que Marcos sonríe, sugiriendo una pinga y dos cojones con los dedos enhiestos de la mano derecha. Entre aquellos bastones de hockey y patines de esquí, el Sup se veía más bien como un héroe heavy-metal.
René llamó por teléfono a la mañana siguiente. No había dormido, como ya he dicho; no había ido a trabajar. Porque si lograba reunir doscientas personas, si los músicos tocaban gratis, si pedía el sonido del municipio, si preparaba la comida con ``donativos'' de ciertos restaurantes, si cada quien pagaba tanto más cuanto... Ese era el origen de su insomnio. Todo el dinero y aquí se frenaba, dos mil, tres mil, cinco mil dólares, todo iba a ser para comprar Glucantine, la medicina contra la leishmaniasis. Claro que sí, le había dado vueltas y vueltas, pero necesitaba fundar un comité promotor, una sociedad para recaudar fondos. ``No te preocupes'', me decía. ``Es muy fácil organizarlo en Francia.'' Yo no me había preocupado aún, excepto por el tono frenético de sus palabras. Pero René, además, contaba con sus mejores amigos de antemano, y si yo les daba una ``plática''...
Sale y va
El domingo a las doce nos encontramos de nuevo. Al entrar vi la mesa donde habíamos cenado, ahora doblada y sin patas en un rincón, y saludé estirando la mano de izquierda a derecha hasta describir una circunferencia imperfecta como una rosca de reyes. Había un historiador, muy sobrio y distante, que no se impresionó hasta que dije algo sobre productos internos brutos; había un rubio joven sin mangas, con los bíceps muy fornidos, tatuado a más no poder y con los pelos de punta, que se presentó como ``experto en acústica''; junto a él estaba un hombre de mi edad, un paliducho avinagrado que resultó ser malabarista y payaso.
Descontando al historiador, que daba clases en una preparatoria, y a René, que se ganaba la vida como cocinero suplente en diversos comedores de París, todos eran desempleados: la esposa de René, el payaso, la novia de éste, una becaria mexicana que nunca pidió la palabra, un gordito que era amigo o socio del acústico, y una muchacha muy simpática pero con mucha prisa, que se fue a media charla.
De todo el grupo, quien me intrigaba, sin embargo, era un hombre netamente oriental, silencioso, muy moreno, con un bigotito de azotador sobre una boca pequeña, orgullosa y prominente: un coreano trompudo, me dije en un principio, un mafioso chino, quizá. El hecho es que hablé, por momentos en francés, por momentos en español, esperando grandes intervalos a que me tradujeran. Por último, hice una sola pregunta: por qué? Esto es, a qué obedecía tal fascinación, tal entusiasmo por el zapatismo? Ah, respondió a nombre de todos el acústico de los pelos parados y los tatuajes múltiples, acaso Marcos no había escrito que él era gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, mujer en Arabia, etcétera?
Media hora después de haber finalizado mi intervención, mientras me aburría porque ahora los demás vociferaban propuestas y más propuestas para concretar los planes de René, supe lo que nunca habría adivinado respecto del supuesto mafioso chino, que seguía sentado a mi izquierda. Era mexicano, era de Zacatecas, era mariachi y llevaba más de veinte años viviendo como tal en París.
La fábrica
Eve y René pasaron por mí al domingo siguiente. Sus contactos con los zapatistas de París iban en aumento. Así que me llevaron a conocer una fábrica ocupada, muy cerca del mercado de las pulgas; un antiguo taller que aún guardaba el olor de la grasa, del aceite y de la estopa, y que ahora servía como guarida de L'Insomniaque, otro colectivo anarquista que había publicado un librito acerca del primero de enero y una antología de Flores Magón, Ricardo.
Allí todos eran escritores, fotógrafos, gente del diseño, de la cerámica, del video, del performance, de las ``instalaciones'' y de la música. Un conjunto de locos en movimiento!, cada uno con su energía, con su corriente, con sus ingenios picarescos para sobrevivir al desempleo, y desde luego con su obsesión, que en la mayoría de los casos, y hacía de esto un buen rato, era y seguía siendo Chiapas: la selva, las montañas, los zapatistas con armas de juguete, los comunicados y, en un sentido más amplio, México después del desastre soviético: el regreso a los símbolos de 1910, los caballos, las cananas, los indios, el peyote, la mariguana, la revolución y el tequila que de repente brotaban como náufragos del siglo, flotando entre los tablones y las cajas del acorazado Potiomkin. Con una pizca de Rousseau, Carlos Castaneda, los Rolling Stones y la medicina homeopática. Algo así.
Una tarjeta
La comida terminó a las diez de la noche y a la luz del día. Alguien sugirió entonces que nos fuéramos a L'Archipelle, un café a espaldas de la Opera, donde trabajaba Monique, la mujer de Renaud, el segundo de los tres cocineros franceses de otro cuento. Y sucede que este buen hombre, cuando llegamos, estaba jugando al billar con un gringo cejijunto, un tal Wayne, que de inmediato nos invitó a visitarlo, porque, no lo notábamos?, venía de Nueva York, había logrado volver a París, libre de la heroína, y ahora tenía su propio negocio de plomería y una nueva esposa, muy cálida y muy linda, y se estaba hospedando con ella en casa de su ex, para recuperar en unas cuantas semanas los siete años que no había estado con su hijo. Y como todo iba de lo más bien para él, ocho días después, en efecto, nos agasajó con un banquete preparado por él mismo.
Era el último domingo de agosto. La nueva esposa de Wayne era una judía radiante, que había comprado flores para la mesa del jardín. Pero la gente parecía empeñada en congregarse en la cocina. Todos fumaban, todos alababan los olores que brotaban del horno y de las ollas, todos aspiraban los vapores de las verduras, y sudaban de pie, recargados contra los muros, contra los muebles, chocando frecuentemente en su empeño de no estorbar.
Sólo la ex de Wayne permanecía en silencio, inclinada ante la pequeña mesa con funda de plástico, sobre la cual Wayne ora picaba cebollas, ora desgranaba cientos de vainas de chícharos. Rara vez alzaba la vista, la ex de Wayne, concentrada en estudiar los bordes, los abismos, la piel verde, roja, amarilla en las cicatrices, de un magnífico pimiento. Era tan perfecto, brillaba tanto, que se antojaba, pensé, de plástico. De manera que a fuerza de contemplar el pimiento por encima del hombro de la ex de Wayne, terminé sentado admirando a la propia ex de Wayne entre otras razones, mas no la principal de ellas!, por su infinita paciencia.
Los dedos manchados de pintura de agua, cada yema un color diverso, la ex de Wayne pintaba sobre una página moviendo la mano como si escribiera a máquina, como una secretaria hiperlenta. Pero no, me dijo, era como si tocara el piano. Por dentro escuchaba música. ``Píntame aquí'', le dije extendiendo la palma en un impulso. ``A ver si oigo lo mismo.''
Y como en efecto, al sentir sus yemas, todos mis órganos lanzaron un acorde triunfal, me senté a contarle la historia de los tres cocineros de otro cuento, y después la invité a Mongolia, a viajar con los nómadas, y comenzamos a hablar de rutas, de itinerarios, a suponer que llegábamos por Moscú, y entonces dijo que sería lo más conveniente porque ella hablaba ruso, no mucho, casi nada, en realidad solamente una palabra: ``Kakadói''. El nombre de un pájaro.
Wayne interrumpió todas las charlas para anunciar que mañana, ``con el permiso de Nathalie'', zarparía en viaje de bodas con ``la queridísima Yaffa'' y el ``adorable Jasón'', rumbo a la misma isla de Creta, y que para formalizar en público su ``primer compromiso económico'' con el niño, quería entregar a Nathalie, delante de todos sus testigos, una flamante tarjeta de crédito, ``es decir, 500 dólares mensuales de plástico, pero sólo 500, darling''. Y nos reímos y bajamos al jardín y comimos y dieron las siete y las ocho y las nueve de la tarde y el crepúsculo, si cabe decirlo, seguía en su apogeo. Luego estuve a punto de olvidar el sombrero, al día siguiente volvimos a vernos y a los tres días fuimos a comer juntos otra vez.
Nathalie llegó tristísima porque, dijo, era casi el final de otro verano que iba a pasar ``absolutamente encerrada en París''. Quien sepa que los europeos son animales migratorios, comprenderá la amargura implícita en esas palabras. Y de ahí se derivó lo demás. Porque Nathalie dijo: ``Vámonos a Amsterdam con la tarjeta que me regaló mi papito''. Mas, como la tarjeta de Wayne no servía, fuera del territorio francés, ahora sólo el teatro, pensábamos, podría salvarnos. Con lo cual se demuestra el origen del problema, básicamente actoral, que teníamos al principio de estas líneas.
La Realidad, abril de 1996.