Dieciocho millones de mexicanos habitan en zonas áridas o desérticas, según la FAO. Las inclemencias climáticas y las catástrofes ecológicas son, para ellos, no un dato científico sino algo mucho más cercano y trágico.
Lo cierto es que los caprichos de la naturaleza como la sequía que afecta al norte del país desde hace un lustro, o la erosión eólica de numerosas zonas perdidas para la producción agrícola, así como las alarmantes alteraciones ecológicas producidas irresponsablemente por actividades humanas tala inmoderada, pastoreo y ganadería abusivos, afectación de los recursos hídricos, crecimiento caótico de los centros urbanos, contaminación del medio ambiente no afectan a la población en forma equitativa, sino que se abaten con mucha mayor gravedad sobre sectores de suyo marginados y miserables.
Conforme la calidad de vida de estos millones de compatriotas se deteriora hasta límites difícilmente concebibles en las postrimerías del siglo XX, el país incrementa su deuda social con ellos y asiste a la pérdida progresivapero inexorable, de no detenerse las actuales tendencias de destrucción ecológica de los recursos de su territorio.
Frente a este panorama alarmante, resultan del todo insuficientes las respuestas gubernamentales. Son plausibles las gestiones de la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (Semarnap) para el establecimiento y el manejo de áreas naturales protegidas (ANP), pero es evidente que tales acciones sólo resolverán una pequeña parte del problema.
En el corto plazo se requiere, además, aplicar e incrementar el gasto social para rescatar los sectores rurales más afectados por la sequía y por los círculos viciosos que se establecen entre destrucción ecológica y miseria. En términos más generales, es inocultable la necesidad de establecer una política coherente, estructurada y sostenida de reactivación del campo mediante proyectos de desarrollo sustentable que se apliquen en todo el ámbito del agro mexicano.
Sin un sector agrícola sólido y pujante, sin una producción agrícola que asegure el abasto alimenticio y de materias primas para el conjunto de la sociedad, sin un futuro seguro y una vida mínimamente decorosa para los campesinos, la recuperación económica, de darse, será endeble y precaria, la estabilidad política se verá permanentemente amenazada por la justificada exasperación social de los marginados del campo y la soberanía misma dependerá, en términos alimenticios, de las veleidades de los mercados internacionales.