Es precisamente en estos días cuando emergen suficientes motivos para dudar que los mexicanos seamos en verdad un pueblo religioso. Es ya lugar común llamar la atención sobre el comportamiento de millones de personas que en estos días santos se aglomeran en las playas y piscinas (todas convenientemente dotadas de los imprescindibles bares con servicio al camastro) y que en centros turísticos al alcance de todos los bolsillos se entregan a la concupiscencia, hoy rebautizada con el más sugerente nombre de destrampe.Tal vez sea injusto asegurar que en ningún momento invocan al supremo creador. Es muy posible que casi todos eleven sus oraciones cuando emprenden el viaje de ida o el de regreso, para encomendarse a Dios durante el recorrido. La mayoría son escuchados, pero un número considerable (120 muertos y casi 500 heridos, más los que se acumulen en las próximas horas) posiblemente no rezaron con el suficiente fervor o se olvidaron de persignarse. Los que logren recuperarse de sus lesiones probablemente acudan a algún templo (o a la basílica) para dar gracias devotamente, sin perjuicio de experimentar en su fuero interno el inconfesable júbilo de saberse protegidos del Señor o de la Virgen. El año próximo tampoco estarán en las procesiones del vía crucis, sino en las colas para entrar a las discotecas.
Se me dirá que, a cambio de esas manifestaciones de alejamiento de la tradición religiosa que aprendimos de nuestros mayores, son también millones los mexicanos que se congregan en Iztapalapa, en Taxco, en San Luis Potosí o en Zacatecas, para abrir su espíritu a la contrición ante las escenificaciones de la pasión de Cristo. Dejo a los sociólogos (y quizás a los psiquiatras) el examen del significado verdadero de esas expansiones, porque en mi ignorancia no alcanzo a entender que la autoimposición de dolores físicos (como las flagelaciones que son espectáculo principalísimo en Taxco) y el acto de presenciarlas con una mezcla de placer y horror, sean una forma de acercarse a Dios y no gérmenes recónditos de sadomasoquismo.
Mi proclividad religiosa es bastante débil y mi idea de Dios inevitablemente heterodoxa. Sin embargo, no deja de asombrarme la incongruencia entre la inveterada afirmación (sustentada en estadísticas oficiales) de que la enorme mayoría de los mexicanos profesan la fe católica, y el escaso tiempo que dedican esos 70 millones de creyentes a cumplir con los ritos (no digamos los principios morales) que supuestamente deben observar. El nulo recogimiento espiritual que debieran sobreponer a sus apetitos durante la semana santa es la más ostensible demostración de que las estadísticas mienten. En los formatos del INEGI deberían recogerse variables que permitieran discernir cuántos millones de mexicanos son católicos a su manera. Las cifras resultantes cancelarían uno de los mitos que más satisface a la autodenominada gente decente. El poder real de los curas podría ser evaluado con parámetros más ajustados a la realidad, y mirarse en un espejo más fiel quizás los hiciera recobrar un poco de humildad.
Nunca he tenido en mis manos un tratado de teología, aunque algo he estudiado acerca del surgimiento histórico de las religiones como producto cultural de la humanidad. No se requiere gran esfuerzo ni singular talento para descubrir denominadores comunes: el miedo a lo desconocido, la necesidad de protección otorgada por un poder superior, la conciencia de que la muerte es un hecho fatal e inexorable, los componentes morales sustentados en las expectativas de dones o castigos, y la promesa de la compensación suprema en el más allá o en otras vidas.
La descomposición acelerada de las sociedades contemporáneas y el derrumbe estrepitoso de sus escalas de valores han generado una crisis global que invade la esfera, por mucho tiempo aséptica, de las religiones. Los agnósticos o simplemente descreídos son cada día más numerosos y las nuevas generaciones buscan, sin encontrar, fuentes de esperanza que cierren las compuertas al torrente del utilitarismo que aplasta las pocas cosas bellas y rescatables de la convivencia. El mundo que reflejan la televisión y la cinematografía no es sino un infierno anticipado.
Concluyo mis reflexiones con la transcripción de unos apuntes que tienen para mí un significado entrañable, porque los escribí a raíz de una visita que hice a mi madre en Semana Santa, y al despedirnos me hizo un reproche cariñoso por mi alejamiento de las enseñanzas religiosas que me impartió de niño. Ella nunca los conoció:Le pido a la vida/ me conceda tiempo/de acercarme a dios,/ para ver si el tiempo/ que resta de vida/ me permite dios/ entregar mi vida,/ consagrar mi tiempo/ a entender a dios./ Casi todo el tiempo/ me pasé la vida/ sin pensar en dios./ Mas ya que la vida/ se va con el tiempo/ y se lleva a dios,/ necesito tiempo/ y algo más de vida/ para estar con dios./ Derroché la vida,/ malgasté mi tiempo,/ me olvidé de dios./ Se termina el tiempo,/ se acaba la vida/ y no encuentro a dios./ Ya casi no hay vida,/ya casi no hay tiempo,/ ya casi no hay dios.