La Jornada Semanal, 7 de abril de 1996
Suelen encontrar los críticos de profesión
intenciones y significados que no pocas veces sorprenden hasta a los
autores mismos de las obras analizadas. En tales casos, y siempre que
el supuesto hallazgo no sea pretexto de escarnio, el creador hace un
guiño tolerante y se despreocupa de la confusión a que
queda condenado el común de sus lectores. Pero cuando el
crítico de profesión se asume como biógrafo, las
atribuciones caprichosas pueden llegar a ser metástasis (mejor
que metatextos) que terminan deformando la vida-obra del biografiado.
Lo ideal sería que todo gran autor nos dejara una autobiografía sabrosa y rotunda, como la de Lincoln Steffens, Vasconcelos y Bertrand Russell; o que, en su defecto, tuviera biógrafos de la talla de Boswell y John Gibson, o un antologador genial como lo tuvo Faulkner en Malcolm Cowley. Lo cierto es que tenemos que conformarmos con remedos de procerofilia a lo Suetonio y Plutarco, cuando no con las consabidas consagraciones a lo Romain Rolland y Stefan Zweig.
Los biógrafos de Valle-Inclán no tuvieron tarea fácil: se trata de un personaje mitad mítico y mitad histórico que, como buen gallego, hizo de la contradicción un arte, relacionando en totalidades de escándalo paganismo y cristianismo, tradición y modernismo, monarquía y revolución. Él mismo gustó definirse como límite y acabamiento de una grandeza. Sin embargo, el destino lo hizo punto de partida de un literaturizar que no deja de darnos sorpresas.
Hasta donde alcanzan mis lecturas, son dos las biografías que en la aproximación a la vida-obra del egregio arousano merecen mención aparte: la primera es la de Gómez de la Serna, alumno precoz y ambicioso que jamás superó al maestro; la segunda es la de Alonso Zamora Vicente, tal vez el más notable estudioso de Valle-Inclán, que escribió la biografía como introducción general a la biblioteca Valle-Inclán del Círculo de Lectores. De la primera obra poco hay que decir que ya no se sepa: es de lectura fluida y chispeante, atenta más a la anécdota y la puntada genial que a la fundamentación historiográfica. En la segunda, por su actualidad y pretensiones, hemos de detenernos.
Alonso Zamora Vicente es una de esas eminencias de cátedra y cubículo cuyo nombre trasciende en congresos y coloquios, sin llegar jamás a oídos del lector profano. Catedrático de filología románica en la Universidad Complutense de Madrid y secretario de la Real Academia Española entre 1971 y 1989, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo en 1969 por sus investigaciones sobre el esperpento valleinclánico, y en 1980 el Premio Nacional de Literatura por su novela Mesa, sobremesa. Ha escrito más de cinco libros sobre Valle-Inclán, donde deja en claro que las Sonatas son cumbre de la prosa modernista.
Entiendo, pero no acepto, que la crecida posmoderna se lleve en el arrastre de confusiones todas las impurezas de la vida, para dejar a flote únicamente la corporeidad desapasionada de la obra. Esta postura modal se explica en un joven deseoso de eco y relumbre, no en un escritor ya maduro, que por sus méritos es señalado para realizar la biografía de una de las más grandes figuras de las letras hispanas de este siglo.
La obra de Zamora Vicente es amena y está ilustrada con espléndidas fotografías. Los errores y omisiones parecen mínimos (como olvidar la mención del nacimiento de la última hija de Valle-Inclán, o la equivocación de fechas en torno al cambio radical del escritor y el abandono total de sus delirios de nobleza, que fue en 1921 al regresar de México y no en 1923 como se sostiene en la biografía). Sin embargo, como ha sucedido con todos los estudiosos de Valle-Inclán, Zamora Vicente pasa por alto algo que por su significación en la vida-obra del escritor es imperdonable: la estadía en Arousa.
Arousa no sólo fue para Valle-Inclán el lugar donde nacieron y murieron sus padres y abuelos, sino también el espacio mágico de su nacimiento, infancia y adolescencia, y la cuna donde nacieron sus hijos. Y por si esto no fuera suficiente, hemos de añadirle además que fue en Puebla del Caramiñal, corazón de la mítica ría, donde Valle-Inclán escribió lo más trascendente de su obra y donde templó la naturaleza excesiva de su vivencia.
En Arousa y durante el periodo que va de 1917 a 1925, Valle-Inclán escribió y vivió, sufrió y gozó como nunca antes lo había hecho y como ya nunca más lo haría. En Puebla del Caramiñal, bajo el influjo del orvallo y la neblina, de las caminatas rituales a dólmenes milenarios y de la presencia fascinante y bárbara de mitos y tradiciones, surgieron los esperpentos que tanta fama le darían (Luces de bohemia, Los cuerpos de Don Friolera y Farsa y licencia de la reina castiza); y allí, entre otras obras de nivel incuestionable (La pipa de kiff, Cara de Plata, La cabeza del Bautista), gestó las dos creaciones cimeras en sus respectivos géneros: Divinas palabras y Tirano Banderas.
Pero Valle-Inclán no cambió el escenario fársico y afectado de Madrid por la Arousa milenaria y ritual únicamente con la intención de escribir. Quería vivir a como diera lugar su utopía agraria y señorial, por eso escogió la tierra de sus antepasados para realizar el sueño. Sólo al regresar de su segundo viaje a México, en 1921, fue que comprendió la imposibilidad de realizar su utopía: por un lado estaba el fracaso de su proyecto agropecuario, que lo obligó a rematar todo para asegurar una sobrevivencia de miseria; por el otro, y quizá lo más decisivo, estaba la nueva visión social que le había confirmado la triunfante Revolución mexicana. México le recordaba en múltiples aspectos a su amada Galicia, y lo que vio en México era lo que deseaba para Galicia y para toda la España centralista y decadente.
Si en la primera venida a México, en 1892, se consolida su vocación de escritor, en la segunda se reafirma su vocación revolucionaria. Atrás quedará ya para siempre el Valle-Inclán monárquico y señorial, y atrás quedará también la prosa cincelada en exceso y empalagosa de las Sonatas.
A la mayoría de los biógrafos no le interesa pormenorizar la vivencia, y en su lugar mencionan premios, ediciones y homenajes, como si en estos hechos secundarios residiera el alma del autor. Zamora Vicente no sólo comprime la estancia de Valle-Inclán en Arousa en tres líneas, sino que se permite asimismo la ligereza de mencionar al acaso, en un apretado resumen cronológico que va al final del libro, que en 1923 Valle tuvo que ser intervenido de un tumor de vejiga. Por supuesto, al estudioso le interesa más hablar de ediciones y traducciones que del sufrimiento del creador. Nada nos dice de que Tirano Banderas, una de las pocas novelas españolas de este siglo que habrá de perdurar, fue gestada heroicamente por un hombre que orinaba sangre en medio de terribles padecimientos, y que vivía casi de caridad (la renta de la casa en Puebla se la pagaba su amigo Díaz de Rábago). Y tampoco nos dice que la editorial madrileña Renacimiento tenía ahorcado al escritor con un contrato leonino, como lo pone de manifiesto la dramática carta que envía a Alfonso Reyes el 16 de noviembre de 1923 (``Querido amigo Reyes: Con mil amores le enviaría este Tirano Banderas de que le hablaba en mi carta anterior. Pero al cabo de los años, enfermo y viejo, he caído en las garras de Renacimiento. Estoy sujeto por un contrato absurdo y usurario...'').
Creo, como lo creía el propio Valle, que la grandeza sólo se forja en la adversidad. Por eso me parece imperdonable que a la hora de hacer una biografía con las pretensiones de la de Zamora Vicente, se deje de lado la adversidad para sólo centrarse en la grandeza. La pasión vital de Valle-Inclán, su rebeldía indeclinable y la heroicidad con que supo sobreponer el talento a la miseria, son inseparables de su obra. Al contrario de lo que sucede con tantos escritores de vida mediocre y prescindible, en Valle-Inclán la obra no se puede entender sin la vivencia que la fundamenta.
Para mí lo menos rescatable del legado del genial arousano son las Sonatas (otro punto más de discrepancia con Zamora Vicente). Pero Divinas palabras y Tirano Banderas, a pesar de los galicismos y galleguismos, y de la mezcolanza chocante de argentinismos, peruanismos y veracruzanismos que salpican esta última, son sin duda alguna cumbres de la literatura hispánica de este siglo.
De toda la generación del '98 Valle-Inclán es el que tiene mayor vigencia. Los realismos de Azorín y Baroja más fino en el primero, más burdo en el segundo se caen por cansacio y hastío. Unamuno se salva por sus ensayos magistrales y Machado por su poesía siempre viva. Pero ninguno logró horadar la pared del tiempo como Valle- Inclán, con un haz portentoso de luz donde la sátira más corrosiva, la metáfora genial y la sintaxis precisa forman un todo insuperable. De Quevedo y Góngora hasta Rulfo y García Márquez, Valle-Inclán es el más sólido puente que atraviesa nuestro universo literario.