Desde la cumbre de ministros de Defensa celebrada en Virginia en 1995 a la cual México se limitó a enviar a su embajador en Washington, Jesús Silva Herzog, Estados Unidos aumentó sus presiones sobre los países latinoamericanos para involucrar a sus ejércitos en el combate al tráfico de drogas, asunto en el que la potencia del norte pone cada vez más énfasis y en el que México cede cada vez más, a juzgar por una serie de indicios en ese sentido. Los más recientes de ellos son las operaciones militares y judiciales ejecutadas en la capitalina avenida División del Norte y en la ciudad de Tijuana y el envío de 15 oficiales mexicanos a recibir en ese país entrenamiento contra el narcotráfico.
El creciente auge del contrabando de drogas en México y su consecuente poder corruptor, merced a los cuantiosísimos recursos que maneja, han superado la capacidad de las policías y su resistencia al soborno, de suerte que las fuerzas armadas se han involucrado en esas tareas para suplir la ineficacia de las corporaciones policiales. ``Fue durante el sexenio de José López Portillo cuando creció la intensificación e involucramiento de las fuerzas armadas y policiales de manera conjunta y coordinada, pero correspondió al sexenio de Miguel de la Madrid articular una campaña sistemática de combate al narcotráfico, no sin que haya habido discordias y malos entendidos'', apunta Héctor F. Castañeda Jiménez en su tesis La seguridad nacional de México ante el nuevo orden internacional (UNAM, 1993). Esa tendencia continuó en el periodo de Carlos Salinas de Gortari y se ha acentuado con Ernesto Zedillo.
Es un indeseable involucramiento porque con él se aparta al Ejército de las tareas propiamente castrenses y también por otras razones, fundamentalmente el exponer a los militares al enorme poder corruptor de los narcotraficantes. Y suponer que este peligro se evitará con la rotación de los soldados y sus jefes como lo han dispuesto los mandos mexicanos encierra una ingenuidad deplorable. No puede pretenderse, por supuesto, sustraer a los soldados del mundo que los rodea como fórmula para evitar su caída ante el soborno, pero tampoco es razonable asignarles funciones que no les competen y, adicionalmente, ponen en gran riesgo de corrupción a una de las instituciones no infiltradas gravemente aún por los contrabandistas de estupefacientes, con lo cual no debe entenderse la inexistencia de militares corruptos, que sí los hay y proveen de intenso trabajo a la Inspección General del Ejército.
Casos de grave corrupción de las fuerzas armadas a consecuencia de su participación en la lucha contra el narcotráfico no han sido extraños a los ejércitos latinoamericanos, como ocurrió con la unidad de élite boliviana que se dedicaba a esas tareas y cuyos camiones llegaron incluso a transportar la droga de los capos, por lo cual fue desintegrada en 1995. La experiencia de Colombia en ese sentido fue también negativa, como lo explicó el agregado militar de ese país en México, coronel José Jaime Rodríguez Alvarez, al reportero Jesús Aranda: ''...cuando al ejército se le encomendó la erradicación de la mariguana en la costa, hubo corrupción y no funcionó'', de modo que es deseable mantener a las fuerzas armadas al margen del combate al narcotráfico (La Jornada, lunes 11 de diciembre de 1995, pp. 1 y 19.)Pese a esta realidad, Washington presiona para que los militares participen cada vez más en la lucha antidrogas, como lo ejemplifica una reciente declaración del subsecretario de Defensa de esa nación, Walter Slocombe, quien dijo al diario argentino Clarín que en Latinoamérica hay países ``donde se debe enfrentar el narcotráfico en términos militares, como si fuera una invasión extranjera''. Curiosamente, aunque el nombramiento de un militar como director de la oficina antinarcóticos de Bill Clinton (Barry McCaffrey) pudiera sugerir lo contrario, Estados Unidos ha tenido buen cuidado en no inmiscuir en forma importante a sus fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfico, función para la cual creó a la Drug Enforcement Agency (DEA).
Es razonable, entonces, el malestar que entre algunos mandos militares causa el creciente involucramiento del Ejército Mexicano en esas tareas, si bien, por razones disciplinarias, tal inconformidad permanece con sordina. El apoyo castrense a la lucha antidrogas, cuando es estrictamente necesario, no puede ser censurable, pero sí lo es dar a ese combate un rango central entre las actividades de las fuerzas armadas.
Porque exceden a las funciones encomendadas al Ejército, porque lo exponen a la corrupción, porque la participación militar no logrará vencer al narcotráfico como no lo ha hecho en otros países, el gobierno mexicano debe rechazar las pretensiones estadunidenses sobre el incremento de la participación castrense en el combate al tráfico de drogas.
B