Rodrigo Morales M.
Y la reforma política?

La prometida reforma electoral no llega, y, con su retraso, ha ido perdiendo muchos de sus atributos originales. Si respecto de que se logre el consenso buscado caben algunas dudas, después de más de un año de debates, resulta muy complicado atribuirle el carácter fundacional que se buscaba. A principios de sexenio, un arreglo político que ordenara la convivencia electoral entre partidos parecía no sólo posible sino que aparecía como la ruta deseable para articular posteriormente otros acuerdos. La así llamada reforma del Estado, encontraba en el arreglo del entramado electoral una buena puerta de entrada para reformulaciones de mayor envergadura.La fundación de un nuevo estilo de hacer política sigue esperando mejores tiempos, y, en medio, los actores, todos, luchan por sacar la mejor tajada posible del desconcierto. El momento de la fundación se ha alargado tanto que ahora se ha empalmado con otro tiempo político: el de la competencia. Así como 1995 se ha prolongado, 1997 se ha acercado, no sólo en el calendario sino, sobre todo, en los cálculos políticos de todos los actores.

La pretensión parece que ha dejado de ser el producir un arreglo definitivo, cuanto uno que permita transitar sin tantos contratiempos y raspones las elecciones federales del próximo año. Y, después, ya se verá. El corto plazo domina, y produce paradojas: todos se dicen interesados en los cambios electorales; desde hace más de un año, que reinició la danza de la reforma, se han dado a conocer multitud de documentos para ordenar la discusión, pero lo que parece prevalecer es un torneo que trata de establecer la autoría de la reforma. Y, en ese pleito por aparecer en los créditos, seguimos sin avanzar.

Al menos ahora, una vez que los tres partidos que continúan negociando en Bucareli den a conocer los avances de sus trabajos, conoceremos qué tan distante se encuentra esa propuesta de los 60 puntos del seminario de Chapultepec, y del proyecto panista recién presentado en la Cámara de Diputados. Pero, en cualquier caso, aún cuando el consenso campeara en las curules, conviene llamar la atención sobre los alcances limitados de la reforma. Si a inicios del sexenio ésta hubiera servido para normar las relaciones con los partidos políticos, hoy son muchos los agravios acumulados, pero, sobre todo, hoy los cálculos se hacen en el horizonte más próximo de 1997. Esa es la nueva estación de paso, sin que se haya dado el banderazo de salida del anden original.Si hubiera que ubicar culpables del hecho, acaso haya que voltear a ver al ejecutivo. Es él quien tiene posibilidades de destrabar un debate que evidentemente tiene costos y ventajas políticas para las partes; la idea de que existe una reforma técnicamente pura es una quimera, acusar, por tanto, a los partidos de ser parciales es apenas un recordatorio de lo obvio, pero quien sí debiera tener una visión estratégica de largo plazo es el ejecutivo. Si la tiene, no la ha podido imponer a los actores. Los costos de retraso en cambio habremos de pagarlos todos. En el extremo, si se renuncia al consenso, la reforma habrá nacido mal de origen, y difícilmente servirá para operar unos comicios que se perciben altamente competidos, alejados de la impugnación, y así, cuando muchos pensábamos que el expediente electoral estaba en vías de solución, 1997 servirá para recordarnos todo lo que falta por andar.

Pero si la reforma ya no sirvió como acto fundacional, tampoco parece probable que sirva de ocasión para ponerle fin a la dinámica de la ``reformitis'', síndrome que, al menos cada tres años, aqueja a nuestros actores, que se sienten tentados a replantear todo de nuevo. Lo que sí habría que esperar de la reforma es, en primer lugar, que llegue y que no se sigan repitiendo episodios, como el del registro de partidos, y que llegue con los mayores consensos posibles para que el choque de trenes que se anuncia en 1997 tenga, al menos, vías para evitar la colisión.