Hace 300 años, los indígenas zoques compraron a la Corona Española el área que hoy se conoce como la selva de los Chimalapas, en el estado de Oaxaca. No dudaron en pagar con oro con tal de no ser despojados de uno de sus patrimonios más importantes, heredado de sus ancestros: nada menos la región ecológica más importante del México de nuestros días y que ha resistido los embates destructores del hombre y las instituciones. Esa compra que los zoques hicieran mucho antes de que existieran los estados de Oaxaca y Chiapas, fue confirmada hace treinta años por resoluciones presidenciales a favor de las comunidades indígenas de San Miguel y Santa María. En total, 594 mil hectáreas que no fueron regalo del gobierno sino justo reconocimiento de lo que adquirieron los antepasados de esas comunidades.
Durante siglos, esa inapreciable riqueza natural y ecológica no fue codiciada por grupos ajenos a San Miguel y Santa María Chimalapas y se conservó en condiciones envidiables. Pero en los últimos cuarenta años comenzó a escribirse una historia más de despojo y afectación de miles de hectáreas en poder de núcleos indígenas. Con la complicidad de las autoridades agrarias federales y las de Oaxaca y Chiapas y, como es de suponer, con la anuencia de otras instancias gubernamentales, se comenzó a repartir la tierra comunal con la idea de beneficiar a campesinos y a supuestos ``pequeños'' propietarios procedentes de Chiapas. Lo que en realidad se tuvo fue la presencia de los intereses más turbios de madereros y ganaderos, con larga tradición en sacar el provecho más rápido y al menor costo de la riqueza silvícola y para establecer una ganadería extensiva. En esa lenta pero efectiva ocupación de tierras figuran también narcotraficantes y hasta miembros de la policía judicial convertidos, como por arte de magia, en hombres del campo.
La situación que ahora se tiene no solamente se refiere a la destrucción de un recurso invaluable, al despojo de un patrimonio natural que es necesario conservar, sino a que las mismas autoridades se encargaron de crear un conflicto agrario y social entre Chiapas y Oaxaca, y cuyos beneficiados no son en ningún caso los habitantes del mundo rural. Por el contrario, entre otras cosas se ha alentado un enfrentamiento entre indígenas chiapanecos carentes de tierra y los indígenas oaxaqueños tradicionales pobladores de los Chimalapas.
Se trata de una estrategia que ha dado frutos en otras partes del país con el fin de despojar a las comunidades de su patrimonio. En el caso que nos ocupa, los habitantes de los Chimalapas han buscado en todo lo posible evitar ese enfrentamiento, no caer en provocaciones que darían pie a intervenciones todavía mayores y más perniciosas por parte de ciertas agencias gubernamentales y grupos interesados en medrar con los recursos de tan importante región.
De esa manera, en los últimos años las comunidades propietarias de la selva mencionada emprendieron esfuerzos con el fin de conciliar intereses con los auténticos indígenas y campesinos chiapanecos que, necesitados de tierra para trabajar y subsistir, en diversas épocas fueron alentados a ocupar áreas comunales y que legítimamente tienen dueño. Por principio, se respetaron las tierras y los poblados en posesión de los recién llegados y como un reconocimiento de que necesitan la tierra para sobrevivir y que, al igual que los pobladores de Chimalapas, han sido engañados por diversas administraciones sexenales. Esos compromisos los han ratificado en diversas ocasiones. Los más recientes, a fines de 1993 y en julio de 1995, acordados y firmados por el gobierno federal y los de los estados de Chiapas y Oaxaca. En cambio, han sido claros en su decisión de no ceder un pedazo de tierra a quienes se hacen pasar por pequeños propietarios, a los ganaderos y a quienes han procedido en los últimos años a establecer un nuevo tipo de tenencia: los narcoganaderos. Todos ellos, con el apoyo proveniente de grupos policiales destruyen la selva, acaparan parcelas y violan los más elementales derechos de los pobladores.
Abundan los ejemplos de complicidad de ciertas autoridades para con los pistoleros al servicio de los ganaderos que se han apoderado de tierras en Chimalapas; de quienes talan el bosque para vender la madera, o lo incendian para abrir tierras al cultivo o a la ganadería extensiva. En todos los casos ocurridos en los últimos seis años, ninguno de los culpables ha permanecido en la cárcel. Se les libera por ``orden de la superioridad''. En cambio, siguen libres los asesinos de dirigentes indígenas y sus familias, mientras otros son perseguidos, encarcelados y sus pertenencias destruidas. Así, hoy está preso en Cintalapa, Chiapas, Nabor Escobedo Méndez, comunero de Santa María Chimalapa, acusado por ganaderos y pistoleros. No es todo, contraviniendo la legislación vigente en materia ecológica y forestal, sin permiso alguno de los comuneros, el gobierno de Chiapas construye desde el año pasado una brecha de 20 metros de ancho a través de la selva alta. El pretexto, ayudar a los núcleos agrarios. Los indígenas se quejan de que en realidad se trata de ir en apoyo de ganaderos, comerciantes y acaparadores de parcelas de Cintalapa.
Cansados de tanto abuso, de tanta complicidad por parte de diversas instancias de gobierno, pero no vencidos, nuevamente los descendientes de quienes en 1687 compraron con oro a la Corona Española una riqueza natural que con el paso del tiempo resulta incalculable, se dirigieron recientemente al presidente de la República solicitándole ``su decidida intervención con el fin de preservar la ecología y la paz social en la selva más importante de México'', para evitar un enfrentamiento violento en el que, como muestra la historia, de antemano se sabe quiénes son los perdedores. A esa solicitud se han sumado diversas agrupaciones dedicadas a los asuntos indígenas, agrarios y ecológicos. No sólo porque es justa sino por estar en juego un patrimonio que pertenece a los mexicanos de hoy y los de mañana. Ojalá la respuesta no llegue esta vez demasiado tarde.