Al interior de la realidad nacional nada tan en boga como la violencia, su práctica, su denuncia, su padecimiento. La realidad nacional es asimismo una larga y persistente nota roja.
Imaginamos los crímenes más horrendos mientras por otro lado ocurre efectivamente uno todavía más sangriento. Luego no falta la foto y un informe pericial mal redactado y enseguida los observadores cubrimos el cadáver de autopsias minuciosas y averiguaciones previas, culpables y sospechosos, portadas y contraportadas, chismes y misterios. En la opinión pública, a quien todo observador se debe, cunde la inquietud que pronto se convierte en miedo que casi sin notarlo es terror y todo lo domina. Es más que clásica esta intención en tantas de las prácticas violentas. Es la pena de muerte cada vez más explícita. Es el Ejército en las calles, montes y fronteras. Es lo que pocos, muy pocos quisieran que suceda.
Son de este mundo fragmentario y caótico, probabilístico e incierto formas de violencia igualmente aleatorias y dispersas. A la quintaesencial violencia del crimen organizado y la contraparte policial que pretende combatirlo (ambos confundidos como siempre en amplias franjas), se suma la violencia llamada de Estado y la violencia demencial y sociopática, la violencia justiciera y la desesperada, violencia racial, fundamentalista, fanática, violencia en defensa propia y la violencia a secas, violencia indiferenciada y estúpida que va podando al grupo social sus brotes más inocentes. Mucho robo de automóvil, mucho baje de bolsa o portafolio, mucho fraude menudo y grande, mucha transa y corrupción: violencia contra la propiedad privada y pública, madre y padre a su vez de tantísima violencia histórica. De fondo la violencia inherente a la vida moderna, el estrés, los fierros torcidos, la electrocución casera, las enormes densidades demográficas y las escandalosas polaridades económicas, el desprecio de la educación, una cuenta siempre en números rojos. Un mundo crecientemente violento aunque sólo sea por volumen y velocidades.
Y sí, estamos muy preocupados, cómo no habríamos de estarlo. Pero las autoridades han insistido mucho en que es imposible para las fuerzas del orden vigilar a toda la ciudadanía. Obvio: con cuidar a los hampones basta. Solamente en la ciudad veinte millones de víctimas preocupadísimas y temerosas en un día cualquiera y un máximo (algún día de febrero) ya de sobra escandaloso de ochocientos agraviados, desde cosas menores hasta el secuestro y el asesinato. Cuatro o cinco órdenes de magnitud menos individuos a vigilar.
La violencia del león en la sabana, su instinto de destrucción y muerte a nadie indigna, es la violencia pura de la naturaleza, la que da colmillos venenosos a la serpiente y lo mismo hace estallar volcanes que despierta terremotos, es el mar bravío que provoca naufragios y es el fuego arrasador. La violencia del hombre no, esa sí que denigra y envilece a la especie en virtud de aquello otro que la enaltece y la separa de la naturaleza salvaje, la inteligencia que inventó la moral y que aún no renuncia a ella. Cuántas veces se habrá citado la sentencia primera de Sócrates: ``Un solo bien puede haber en el mal: la vergüenza de haberlo hecho.''
Y religiones vienen y religiones van, tratados filosóficos y proverbios, leyes y trabajo consular, heroicas y laboriosas defensas de los derechos humanos y la violencia sigue. Concienzudos estudiosos debaten en espiral si la violencia es genética o cultural, y mientras tanto el hombre sigue siendo su propio lobo y la violencia parece crecer con cada nuevo día y la violencia nos asfixia y la violencia ya estalló pero deveras va a estallar. Es aguda la lógica prevalente en sectores diversos de la realidad nacional: para acallarla, elevar los instrumentos de la violencia, fuego con fuego, homeopatía social.