Luis Hernández Navarro
El desastre agrícola

Agravada por la sequía en seis estados, la producción nacional de granos en el país se derrumba aún más. Si durante 1995 se importaron 3.3 millones de toneladas de maíz, este año se tendrán que adquirir 5 millones, a precios de alrededor de 200 dólares la tonelada puesto en México.

Los efectos de esta situación serán, lisa y llanamente, desastrosos. El país tendrá que gastar mil millones de dólares en la importación del grano, en un momento en el que hay una verdadera carencia de divisas y existe el peligro real de que varias regiones padezcan severas hambrunas.

Se paga así los efectos de una política que ha sacrificado a la agricultura, a los campesinos y a la autosuficiencia alimentaria, a cambio de mantener las variables macroeconómicas ``sanas'' y de impulsar un modelo de desarrollo basado en supuestas ventajas comparativas. Ciertamente, las sequías son culpa de la naturaleza, pero los efectos de éstas en los productores y la carencia de ``colchones'' productivos para atenuar sus efectos son resultado de una política que ha desmantelado y distorsionado aún más la presencia del Estado en el sector.

La agricultura es un sector sustancialmente distinto al resto de los sectores económicos. Esta especifidad tiene su origen, entre otros factores, en la incertidumbre productiva que acompaña a una actividad en la que el clima y el medio ambiente juegan un papel clave en el resultado final de la producción, en la limitación del principal medio de producción: la tierra, en el efecto que la inestabilidad de precios y mercados tienen sobre los ingresos del productor.

En este contexto, el Estado tiene un papel muy importante que cumplir para proporcionar a la agricultura algunos elementos que los mercados no proveen. Puede proporcionar estabilidad para enfrentar las incertidumbres provocadas tanto por los riesgos inherentes a una actividad que depende para su realización del comportamiento benigno de la naturaleza, como por el comportamiento de los precios. Estos riesgos pueden ser corregidos con instituciones y políticas especializadas para atenderlos. Debe dar respuesta a la pobreza, de la que los mercados no se ocupan. Requiere de invertir en infraestructura básica para la producción y el riego, electrificación, carreteras y comunicaciones, y servicios. Es responsable de crear instituciones de fomento que incrementen la productividad y la competitividad del sector.

Sin embargo, las políticas instrumentadas durante las últimas administraciones para atender al sector han caminado en el sentido opuesto a estas funciones. Han desmantelado las instituciones y políticas que buscaban dar certidumbre al productor, y lo han sustituido, por una apertura comercial salvaje, y por una sobreintervención que, como en el caso del Procampo, favorecen la construcción de relaciones clientelares por sobre la generación de ciudadanía.

En su afán por someter al agro a una economía orientada únicamente por las señales del mercado, nuestros ``modernizadores'' abrieron nuestras fronteras ``olvidando'' que los mercados internacionales no son mecanismos autorregulados determinados por abstractas leyes de la oferta y la demanda, sino instituciones activamente construidas por las acciones internacionales de los grandes Estados y de los grandes capitales agroindustriales.

Es por ello que, tal y como lo ha reclamado la Iniciativa Privada, se debe reconstruir el Estado en el sector. El nuevo tipo de regulación estatal en el sector debe ayudar a conducir la inserción de los productores en el mercado internacional y no abandonarlos a sus propias fuerzas, y, de manera destacada, dar certidumbre.

Pero, mientras esto sucede, se requiere instrumentar, tal y como ha insistido la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras, un Programa Nacional de Emergencia para el fomento a la producción de granos básicos. Un programa de esta naturaleza debe reconocer que la crisis agrícola por la que atravesamos es un problema de Estado y de seguridad nacional.

Entre las medidas que ese plan contempla se encuentra: la entrega de Procampo antes de la cosecha, en los montos anunciados al inicio del programa (750 pesos por hectárea) en lugar de los 440 que se otorgan actualmente; la liberación del crédito a la producción con tasas de fomento; la integración de los recursos anunciados en Produce al paquete de estímulos a la producción y a la productividad; la entrega de recursos para aplicar los paquetes tecnológicos adecuados a las distintas regiones; la definición de esquemas que den certidumbre de precios remunerados y que incorporen a los productores a los procesos de comercialización.

La situación es de emergencia. El problema no es sólo de coyuntura. Se requieren, hoy, cambios de fondo en la política agrícola para enfrentarla.