Las corretizas, golpizas y muertes de mexicanos en Estados Unidos son síntomas del cierre gradual, pero irreversible, de la frontera norte.
Durante siglos tuvimos fronteras abiertas con Estados Unidos y los puntos de control nunca obstaculizaron realmente el tránsito de bienes y personas. La regulación dependía más bien de la oferta y la demanda laborales, y los gobiernos asumieron funciones decorativas. En Washington, la Casa Blanca amenazaba con una política migratoria estricta, y el Congreso la bloqueaba como respuesta a intereses económicos bien identificados.
La frontera norte sirvió a México de válvula de escape para las tensiones creadas por los millones de pobres y desempleados, que además de enviar divisas bien importantes alimentan la voracidad de autoridades corruptas. Todavía ahora, la reacción oficial mexicana está marcada por la creencia de que la frontera seguirá abierta. Se equivocan.
El viernes 29 de marzo el Centro Internacional sobre Migración, Etnicidad y Ciudadanía de la New School for Social Research organizó en Nueva York una mesa redonda sobre el ``Futuro de la política migratoria y de refugiados de Estados Unidos''. En ella, Phyllis A. Coven, directora de Asuntos Internacionales del Servicio de Inmigración y Naturalización, hizo una detallada explicación de las piezas que tiene la nueva política migratoria de Estados Unidos.
``Nunca antes'', aseguró la doctora Coven, ``se había dado tal acuerdo entre el Ejecutivo y el Legislativo sobre la nueva política migratoria, que tiene cinco elementos: el control real de las fronteras terrestres, aéreas y marinas; un sistema eficiente de procesamiento de las solicitudes de asilo; la aplicación de la ley migratoria al interior de Estados Unidos; mecanismos eficientes para deportar a los detenidos; y el aliento a la legalización de los inmigrantes''.
Cada uno de los elementos de este Plan Integral al que contribuyeron diversos sectores del Ejecutivo fue explicado con estadísticas y cifras que confirman la sustancial derrama de recursos financieros, el uso intensivo de la tecnología más sofisticada, y la moral con que está actuando un Servicio de Inmigración que, bajo la dirección de Doris Meissner, ha elevado su eficiencia y prestigio en Estados Unidos. No hay duda: en Estados Unidos existen el consenso y la decisión para controlar sus fronteras y regularizar los flujos de población.
Esta nueva política migratoria modifica de raíz el concepto abierto de ``frontera'' y se debe a varios factores. Quisiera resaltar la popularidad que está adquiriendo una corriente de pensamiento catastrofista. En los últimos años analistas de diversos países industrializados están presentando escenarios terribles sobre la mayor parte del planeta. El estratega Martin van Creveld, el ambientalista Thomas Fraser Homer-Dixon y el periodista Robert D. Kaplan son algunos de los que hablan de recursos naturales agotados, epidemias, matanzas y criminalidad.
Homer-Dixon citado en un artículo de Kaplan sintetiza esta lógica en una metáfora: ``imaginemos una larga limusina que atraviesa las calles de Nueva York en que viven los pordioseros sin casa. Pues bien, dentro de esa limusina con aire acondicionado van los países postindustriales de América del Norte, Europa, de la cuenca del Pacífico y de unos cuantos lugares aislados. Afuera está el resto de la humanidad, que va en una dirección completamente diferente''. Estas ideas han influido muchísimo en las élites de los países industrializados que han reaccionado cerrando sus fronteras. Y México, es obvio, no está dentro de la ``limusina'' de Homer-Dixon.
El que fuera primer Ombudsman de Baja California, José Luis Pérez Canchola tiene una gran legitimidad para opinar sobre lo que pasa en la frontera norte: desde hace más de 20 años protege a los inmigrantes, y fue uno de los que advirtieron primero sobre la seriedad del esfuerzo estadunidense por cerrar la frontera. El y otros miembros de la comunidad de ONG bajacalifornianas agrupadas en la ``Coalición Pro-Defensa del Migrante'' tienen críticas muy severas a las políticas gubernamentales. Sintetizo varias opiniones de Pérez Canchola (que, por otro lado, comparto).
Consideran que la gestión del canciller José Angel Gurría ha sido tibia frente a los estadunidenses e indiferente hacia la suerte de los mexicanos. Citan el desmantelamiento de la Dirección General de Fronteras (dependiente de Relaciones Exteriores) que hacía un eficaz trabajo de documentación de las violaciones de los derechos humanos, y el poco compromiso de algunos funcionarios en la defensa de los indocumentados. En ese sentido, notan con extrañeza la poca presencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en la frontera.
Otro aspecto que se le critica a Gurría es la displicencia que mostró en la gestión del clima antimexicano y la criminalización del trato a los indocumentados. Esa tibieza contrasta con la energía que desplegaron cuando se trató de impulsar el Tratado de Libre Comercio o cuando se defienden intereses comerciales.
Otra muestra del poco interés que ha tenido el gobierno federal está en su actitud ante el notable incremento en el número de deportados. La ayuda humanitaria y de emergencia a los mexicanos que llegaban sin dinero (y algunos de ellos más golpeados que los de Riverside) recayó en ONGs de la frontera que nunca recibieron el apoyo de un gobierno que tiene otras prioridades (hasta hace unos días Sedesol ofreció un apoyo de medio millón de pesos para los albergues). Finalmente, la política restrictiva y violatoria de los derechos humanos que sigue el gobierno hacia los extranjeros en especial en la frontera sur debilita cualquier defensa de los indocumentados.
En suma, estas insuficiencias son un síntoma de la tibieza del compromiso gubernamental con el bienestar de los mexicanos en Estados Unidos y en la frontera, y de los extranjeros en México. También señalan la necesidad de una política integral que reconozca todas las múltiples implicaciones que tiene el cierre gradual, pero irreversible, de la frontera norte.