Bernardo Bátiz V.
Fin del ciudadano?

El concepto moderno de ciudadano tiene su origen en la Revolución Francesa, en las luchas populares en contra de la desigualdad entre nobles y villanos o integrantes del Estado llano. En el Juego de Pelota, los diputados de los Estados Generales, conmovidos por su propia fuerza de la que no se habían percatado antes y por la oratoria arrolladora de Mirabeau, decidieron por sí y ante sí, dejar de ser súbditos del monarca, asumir la soberanía popular y terminar con las desigualdades.

Al poco tiempo condenaron al rey a la guillotina con el simple tratamiento de ciudadano Luis Capeto y también hicieron solemnemente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

A partir de entonces, la idea de que los gobiernos, las leyes, los gendarmes, los tribunales y las instituciones todas son en favor y en beneficio de los ciudadanos, se fue abriendo paso y se consagraron las leyes fundamentales en la mayoría de los países modernos.

Transitoriamente, los autoritarismos de la primera mitad del siglo proclamaron que es el Estado el titular de los derechos, y que la persona existe para, por y dentro del Estado sin derechos autónomos.

Con la derrota de Alemania e Italia parecía, al final de la Segunda Guerra Mundial, que se afirmaban para siempre los conceptos de ciudadano, de soberanía popular y de democracia.

Pero los años corren demasiado rápido y en poco tiempo se pierde lo que costó mucho construir. En este final del siglo XX, en todas partes se hacen necesarias nuevas instituciones que frenen el abuso de los gobernantes; se requieren ombudsmans, comisiones de derechos humanos, procuradores especiales y asociaciones de ciudadanos para defenderse de los gobernantes.

Pareciera, y quizás sea así, que hay que dar de nuevo la misma batalla de hace dos siglos y volver a levantar la bandera de la igualdad.

En México, las cosas parecen peores que en otros lugares: el servicio militar que igualaba a los jóvenes a los 18 años y que ponía juntos a ricos y a pobres, a obreros y a universitarios, a preparados e impreparados, a campesinos y citadinos, se corrompió primero y lo hacían realmente sólo los que no podían pagar sus ``asistencias'' y luego prácticamente desapareció.

La universidad pública, que era también un centro de democratización, un punto en el que se encontraban por iguales jóvenes de todas las clases sociales, ha sido arrinconada y surgen cada vez más escuelas elitistas, cuyos egresados encuentran acomodo en el reducido mundo de los yupis, mientras a los profesionistas de las escuelas públicas se les excluye hasta de los anuncios en los que se ofrecen empleos.

Hoy los ciudadanos, ante las autoridades y funcionarios de todo rango, somos cada vez menos. Ya no se gobierna en bien de los ciudadanos, ni éstos merecen, no digamos el derecho de intervenir en decisiones que cambian sus vidas o modifican su situación personal, muchas veces ni siquiera merecen una explicación.

Se cambia el valor de la moneda, se modifican los horarios, se determina cuándo se circula y cuándo no; a un procesado se le puede llevar a miles de kilómetros del lugar en el que se cometió el crimen y se le puede incomunicar impunemente.

En el campo, una partida militar puede detener y revisar, y en las ciudades sucede otro tanto; amén de que si va a pasar un funcionario por la avenida, se cierran las entradas, mientras pasa para que nada le estorbe y a los demás... ya no les queda ni preguntar qué sucede.

Los simples mortales, los ciudadanos sin fuero, tenemos que dar de nuevo la misma batalla por la igualdad, por la democracia, por que sigamos siendo ciudadanos y no vayamos a caer nuevamente en la triste condición de súbditos.