Bruce Swansey
V Festival Iberoamericano de Teatro

Cuando hace ya poco más de ocho años Fanny Mikey expresó el deseo de efectuar un festival internacional de teatro en Colombia, la idea parecía irrealizable. Y es que a diferencia de México, el gobierno colombiano sólo subvenciona parcialmente al Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, mientras el resto del dinero que se requiere proviene de colaboraciones de diversas empresas privadas y de la taquilla. El proyecto, a pesar de las dificultades, fue viable. Desde 1988, el Festival Iberoamericano se ha situado como uno de los acontecimientos más significativos no sólo en América Latina, sino internacionalmente y esto no sólo por la cantidad de grupos participantes y de actividades que se realizan talleres, seminarios, conferencias sino también por la calidad de una selección atenta a reunir en Bogotá lo mejor del teatro iberoamericano, y en su quinta edición, también del teatro que se realiza en las geografías más diversas. Tal es el caso de grupos procedentes de Japón, Bélgica, Alemania, Inglaterra, Australia y Africa del sur, entre otros.

La diversidad cultural es, pues, la nota distintiva de un festival que incluye marionetas, danza, video, espectáculos populares en plazas, calles y centros originalmente concebidos para otro tipo de actividades que son transformados durante un par de semanas en una ciudad teatral. El festival tiene sin embargo ciertas líneas que lo estructuran: paralelamente a los espectáculos populares, se cuenta con otros representativos de lo más reciente que se presenta en escenarios internacionales; en relación con el teatro clásico hay también un especial atención a diversas lecturas que oscilan entre la fidelidad a los textos (Attis Theater), variaciones destinadas a actualizarlos, es decir a situarlos en contextos políticos (La duquesa de Malfi, de Webster), a ensayar interpretaciones como dramaturgia en el sentido alemán del término (Heiner Goebbels Project, texto de Heiner Mller), versiones (Verona, basado en Romeo y Julieta), equilibrios entre el rigor de la lectura y la modernidad (La vida es sueño, de Calderón) o ensayos exóticos (La casa de Bernarda Alba, de García Lorca, con una compañía sueca).

Entre los clásicos, puede afirmarse sin temor a exagerar que Shakespeare es el más popular, quizá porque a diferencia de los españoles (que en la Ilustración rechazaron un pasado que ya no garantizaba prestigio) los ingleses nunca han abandonado un corpus fértil que ha cruzado épocas y fronteras y cuya vitalidad depende de un permanente interés, también de un sistema escolar que no descuida el acercamiento al autor como un contemporáneo en el pleno sentido del término.

En cuanto a clásicos, es notable el interés por Esquilo. Por un lado, la compañía Attis Theatre se concentra en una propuesta polémica por su voluntad de permanecer fiel al espíritu que anima la tragedia griega. El escenario es sencillo: un círculo blanco invade el espacio, centrado en proscenio. Es el ruedo que hoy se conserva sólo en esa rueda de la muerte que es la celebración taurina. El vestuario es igualmente simple, se diría que no existe puesto que se reduce a pantalones y torsos desnudos, apenas otras prendas y una monocromía que oscila entre el gris y el negro y algún registro rojo. Bajo la dirección de Theodoros Terzopoulos, Prometeo encadenado propone una escena prácticamente estática en la que cada actor dice su parlamento frontalmente como si lo único vivo fuera el público. Estrictamente no hay un diálogo sino una escena ritual que de esa manera vuelve al origen del teatro y que se mantiene a lo largo de los siglos como una ceremonia religiosa. Y si los cuerpos se sujetan a la simplicidad, los rostros son transformados en máscaras, sometidos a la agonía permanente, extraordinariamente expresivos en su blancura. Toda la violencia está allí sometida a la parálisis de rostros inmodificables, al hieratismo de máscaras paradójicamente palpitantes, a una gravedad estatuaria rota por convulsiones internas. Nada, nadie se mueve, tampoco la iluminación, centrada en una verticalidad capaz de subrayar abruptos contrastes.

Esquilo pues, es notable, no sólo porque de él nace la civilización occidental, sino también porque en el V Festival Iberoamericano se dan cita versiones opuestas. En el extremo, la versión de Heiner Mller propone un extracto que es un poema en prosa destinado a la repetición y enmarcado por música atonal, en una deconstrucción característicamente posmoderna como punto de intersección de diversos lenguajes: Cage, Schoenberg, rock, jazz, una disonancia que sólo retoma armonías para romperlas y que hace del escenario un proyecto desnudo, poblado por batería y piano y un andamio detrás del cual se encuentra la última pared a la vista, aquella que señala la frontera entre la realidad y la ficción. La liberación de Prometeo es el contrapunto de Prometeo encadenado: en la primera hay un marco disonante, la voz del actor y un escenario que ha dejado de ser tal, mientras en el segundo hay una voluntad de pureza ritual. La distancia entre ambos muestra un diálogo, también plantea preguntas que la contemporaneidad escénica ha descuidado o que ni siquiera se propone y que sin embargo afecta a la mayoría de las puestas en escena de autores clásicos en cuyo centro de nuevo está el texto. Esta discusión, que en su origen dio lugar a la liberación del montaje y a la entronización del director como estrella, vuelve a plantearse y sitúa la pirotecnia que puede resumirse en la expresión corporal y el espectáculo como un obstáculo entre el actor y su oficio, entre el texto y el balbuceo resuelto en pirueta, entre lo que se tiene que decir y las decisiones inopinadas pero siempre vistosas o por lo menos desconcertantes.

Parte de los espectáculos, tanto populares como exquisitos que se presentan en el Festival Iberoamericano, abogan en la práctica por una u otra solución. Marsal Marsal, de José Sanchis, por ejemplo, se apega a una textualidad que puede catalogarse como Dariofoniana, es decir, el espectáculo unipersonal en donde la eficacia recae en la capacidad actoral para llevar a cabo un soliloquio, en este caso kafkiano y ligeramente verborreico. O bien, en la solución visual al estilo australiano con Handspan Theatre, en donde el texto ha sido anulado en favor de una estética de caricatura y que da la impresión de que lo único interesante es una crueldad festiva y un excelente manejo de lo inanimado que invade el escenario en una profusión no siempre necesaria pero seductora técnicamente. En esta línea visual se inscriben otros espectáculos, como sucede en el caso del Japón y su danza Butho que, al revés del Handspan Theatre, cuenta una historia iconográficamente poderosa, determinada por la tensión y la disonancia corporales y por un carácter abstracto, destinado a impedir cualquier referencia, al menos para espectadores occidentales.

Quizá lo que en el fondo subsiste sea la adaptabilidad de Occidente para prescindir del leguaje doblemente articulado de cara a giras internacionales y el aferrarse de la cultura oriental a una identidad que, en el caso de Ushio Amagatsu, deviene en un espectáculo ancestral y al mismo tiempo ultramoderno.

El V Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá implica sobre todo el placer de recuperar espacios públicos y privados, de crear un público teatral que agota localidades, de sensibilizar a los empresarios acerca de una responsabilidad que también implica prestigio cultural una forma de inversión siempre más digna que la publicidad de concebir la producción artística también desde una perspectiva política que subraya el otro rostro de Colombia y de Iberoamérica sometida hoy como ayer a los certificados de buena conducta expedidos por los procónsules de Washingtonque no se limita al narco y a la violencia sino que también afirma la certeza en un porvenir plenamente humano e indisolublemente ligado al arte no como eso de lo que en tiempo de crisis se prescinde por secundario criterio de contadores tan prepotentes como ignorantes sino como una afirmación contra todo aquello que se opone a la inteligencia.