Como si el país resistiera cualquier cosa, estamos atravesando por un periodo en el que todo el mundo parece dispuesto a aportar su propia cuota de egoísmo político, justificado por la enorme importancia de sus intereses o por la trascendencia notable de sus ideas. Todo cae en blandito: los medios se están convirtiendo en una verdadera Caja de Pandora, mientras el gobierno se aferra tercamente en esa confusión ya tan suya que consiste en creer que la política económica sirve para establecer todas las prioridades, en tanto que los poderosos de todo cuño compiten en los mercado políticos de cortísimo plazo por unas acciones que cada día valen menos. Estamos viviendo así una suerte de alucinación combinada entre la Teoría económica de la democracia y las leyes de Einstein, que se sostiene en el supuesto de que el poder no se crea ni se destruye, sólo se transforma.
Nada más falso. Si nuestras élites creen que la competencia de frases, de conjeturas, de acusaciones múltiples y de presiones con la que están poblando la vida política del país ha de permitir que, a la postre, el poder se traslade de unas manos a otras como si fuera un objeto, están completamente equivocadas. A diferencia de la energía, el poder tiene que construirse pues su esencia reside en las voluntades humanas: no se trata de algo que esté fuera de las relaciones sociales, sino precisamente del modo en que se resuelven los conflictos dentro de esas relaciones. No importa qué teoría se utilice para explicarlo, que todas coinciden en que el poder no es autónomo: si se prefiere hablar del ``espíritu del pueblo'', de las raíces de la naturaleza humana, de la conciencia común, de los medios de producción y la lucha de clases o de las estructuras y los aparatos de conveniencia mutua, etcétera, de todos modos el resultado es en esta materia exactamente el mismo: el poder es una creación de las relaciones sociales, y en consecuencia no debe confundírsele con una especie de pastel de tres leches. Si no hay un esfuerzo consciente por construir y por mantener las redes que le dan vida, puede diluirse en la nada, y entonces los protagonistas ya no tendrán motivos para seguir peleando. Después de todo, nunca faltarán los que quieran atribuirse heróicamente la reconstrucción de la patria después, naturalmente, de haberle dado al traste.
Tengo para mí que hemos ido perdiendo la capacidad de sorpresa, tanto como nuestras élites la prudencia: esa virtud que consiste en reconocer los límites propios. No se trata de defender lastimosamente el statu quo, que de todas maneras ya no hay tal cosa (defender el statu quo en este momento sería defender la ausencia del quo desde el status), sino de subrayar simple y llanamente que entre todos nos estamos cargando al país, por tercos. Cualquier evaluación objetiva y serena se puede formular una cosa semejante? que hagamos en esta hora, lleva irremediablemente a la depresión: la economía no acaba de funcionar, a nadie le alcanza el dinero y encima tenemos que ahorrar (de dónde, señor Presidente?); la sociedad está más pobre pero sobre todo más desigual que nunca en lo que va de este siglo, si hemos de hacer caso a las cifras que nos ha propuesto Julio Boltvinik; las relaciones con Estados Unidos se han convertido en un galimatías de policías, narcotraficantes y brownies, mientras los europeos nos siguen exigiendo que seamos demócratas, prósperos y bonitos para que no les dé pena; y nuestra justicia francamente no logra salir de sus propias trampas. Estoy perfectamente consciente de que el recuento anterior está muy lejos de ser una evaluación académica y seria, pero en cambio está bastante cerca de la mayor parte de nuestras angustias. Y entre tando, ya se nos escapó esa sensación de sentirnos parte del primer mundo menos mal, ya se nos está acabando hasta la esperanza de mejorar nuestra calidad de vida en lo poquito que resta del siglo y, por si fuera poco, además se nos está diluyendo la posibilidad de defender la política mediante un arreglo civilizado que nos empuje algún día hasta la democracia. Es desesperante.
Pero las élites siguen jugando con la piñata: dale y dale, creyendo que cuando la rompan saldrán dulces y juguetitos para ellos solos. No es cierto: esa piñata es lo único que tenemos y hace tiempo que está vacía. De modo que ya va siendo hora de que guarden sus palos, al menos mientras la reparamos. La situación es seriamente angustiosa: ni las políticas del gobierno ni las respuestas de quienes pueden confrontarlas están sirviendo para imaginar a la patria en los albores del siglo XXI. Y yo no sé usted, pero yo sí quiero seguir siendo mexicano, a pesar de todo.