Rodolfo F. Peña
El silencio de la ONU

En la ONU ha habido una preocupación manifiesta por el racismo, siempre que se trate de países como Sudáfrica, sobre cuyo apartheid emitió en su momento las más severas resoluciones. Pero la organización mundial no parece interesarse mucho por los vejámenes que padecen las llamadas minorías raciales en Estados Unidos, precisamente donde tiene su sede (en realidad, esa gran nación es un mosaico de minorías, si bien la piel blanca desvanece tal carácter), y en particular los trabajadores inmigrantes, documentados o no. Acaso no se entera de lo que ocurre en el sur de ese país y en la propia ciudad de Nueva York? No le merecen ni siquiera una cortés recomendación las brutalidades que cometen los agentes policiacos?Según su Carta, la ONU está obligada a promover ``el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y la efectividad de tales derechos y libertades''. Quizá en la expresión de todos está comprendido el motivo discriminatorio de clase social, porque faltó en la enumeración, aunque no ignoramos que existe la Organización Internacional del Trabajo, cuyas bases fundacionales están en el Tratado de Versalles pero que se incorporó como organismo especializado a la estructura de las Naciones Unidas en l946.

En todo caso, la efectividad de derechos y libertades deja indiferente a la ONU, especialmente cuando el responsable de tropelías es Estados Unidos. Para comprobar esto no se necesita rastrear mucho en los últimos cincuenta años de historia. A esta nación no sólo le ha pasado por alto implícita o explícitamente la culpa del intervencionismo, sino que le ha ayudado a perpetrarla con el Consejo de Seguridad, que frecuentemente se confunde con el Pentágono.

En México estamos ahora muy indignados por los sangrientos y espectaculares incidentes de la semana pasada, ocurridos ambos en el condado californiano de Riverside, el último de los cuales costó la vida a siete trabajadores mexicanos indocumentados. Pero la indignación debería ser permanente, y dirigida, en primer lugar, a las causas que en nuestro país determinan la emigración masiva en condiciones de altísimo riesgo.

En sentido estricto, la discriminación y el desprecio por los trabajadores empiezan aquí mismo, de este lado de la frontera, y son por motivos de clase; después, cruzada la línea fronteriza, se añaden otros motivos al chocar con la xenofobia y el racismo desembozados. Si los índices nacionales de empleo y remuneración fueran por lo menos razonables, los requerimientos estadunidenses de mano de obra, que son muy reales, podrían satisfacerse mediante convenios bilaterales en los que se estableciera claramente el respeto a los derechos humanos y laborales de los migrantes. Pero en nuestro propio país, para millones de mexicanos, el derecho a la vida, al trabajo, al bienestar individual y social, es sólo letra muerta o componente declamatorio de un discurso oficial que sobrevuela la realidad.

Así que la indiferencia de la ONU, siendo censurable, no debe extrañarnos tanto, y menos cuando no hay reclamante. En mayor o menor grado, sucesos como los de Riverside son cosa de todos los días, y esto lo saben bien los estudiosos de los asuntos fronterizos, que los denuncian a menudo sin espectacularidades y nos colocan sin ruido, sistemáticamente, ante prácticas muy semejantes a la esclavitud. Pero si de algo ha de servir la sangre vertida por los heridos y los muertos, que no sea para darnos golpes de pecho mientras el asunto es noticia, sino para exigir cambios estructurales que lleguen al fondo del problema. El derecho de toda persona al trabajo, a una remuneración equitativa y satisfactoria, al descanso, a la salud, al seguro de desempleo, a la educación, y muchos otros que consagra la Declaración Universal de Derechos del Hombre, pasan, en el caso de los trabajadores, por el ejercicio pleno del derecho a fundar sindicatos y a organizarse en defensa de sus intereses, que también es parte de esa Declaración. En mi opinión, esa es la clave, en el país y en el resto del mundo, para que se haga oír la gente ubicada en los tramos inferiores de la escala social y para que se viva, nacional e internacionalmente, en un auténtico régimen de derecho.