La siempre difícil situación de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos acaba de ser evidenciada por la golpiza que policías californianos propinaron a tres inermes indocumentados, que fue grabada por la televisión local y que ha indignado aun a aquéllos que no levantan una ceja cuando personas semejantes a estas tres sufren las mismas o mayores vejaciones en nuestro suelo a mano de iguales sádicos, pero mexicanos. California es en la actualidad un estado multiétnico en la que el racismo sajón, cada vez más acentuado, provoca grandes tensiones que de vez en cuando explotan. La dualidad del chicano y del ``hispano'' en generalacerca de integrarse o no plenamente a una sociedad que lo rechaza, produce un conflicto que es la raíz del teatro que los descendientes de mexicanos elaboran.
Carlos Morton es el ejemplo viviente del dramaturgo chicano contemporáneo, tanto en su persona como en su obra. Si su abuelo paterno trocó el apellido de origen español por el muy anglosajón de Morton, él cambió su nombre anglo de Charles por el de Carlos; al principio de su vida profesional trabajó con Luis Valdés en las epopeyas sindicales de César Chávez y ahora es un culto profesor universitario. Escribe en inglés, habla a la perfección el español y es un gran impulsor de nuestro teatro en el país del norte. A caballo entre las dos culturas, su teatro habla del problema chicano aunque con un refinamiento que ha dejado atrás mucho del simplista maniqueísmo de otros autores; aun así, no logra del todo librarse de la intención didáctica: su brillante farsa Rancho Hollywood por momentos detiene su progresión dramática por parlamentos explicativos.
La idea de narrar la historia de California a través de los estereotipos con que Hollywood se ha asomado a ese ``otro'' que constituyen tanto los hispanos como los indios pieles rojas y los negros, no puede ser más hilarante para los que los hemos sufrido por décadas (y aun ahora: en la cada vez más aburrida entrega de los oscares pudimos ver una coreografía en la que charros y toreros bailaban con lindas señouritas de mantilla y abanico y con faldas de rumberas). Morton no oculta sus simpatías hacia estos otros, aunque evite hasta donde puede el maniqueísmo, por ejemplo en ese mestizo Río Rico que a su vez porque detenta el poder se muestra racista hacia el indio Joaquín y hacia Pocahontas, la piel roja a la que explota. El final, aunque se agradece desde el punto de vista teatral, porque da una vuelta de tuerca que añade complejidad a su ya compleja historia, resulta muy discutible en cuanto a su contenido ideológico y político.
Quizá ese cínico final sea la develación del oropel contenido en el sueño americano, a cuyo espejismo de fama y dinero se rinden los personajes. A lo mejor contiene los elementos para que el teatro chicano rebase todas sus propuestas anteriores y se convierta en un teatro más abarcante de los vicios y virtudes de todos los humanos. Por lo pronto la contaminación, a lo largo de un par de siglos, de película que se filma e historia real de los personajes permite una libertad enorme, tanto dramática como escénica.Iona Weissberg no la desaprovecha. Esta directora (a pesar de su juventud, me niego a describirla como joven directora, lo que siempre contiene un sesgo de promesa: Iona no es una promesa, sino una auténtica realidad madura. Si con el tiempo afina aun más su talento, es otra cosa) ha realizado en México tan sólo tres direcciones, de textos entre sí muy diferentes, y en cada uno ha demostrado una capacidad muy poco común. En esta farsa desata su ritmo, su sentido del humor y el manejo de los actores se apropian de lo mejor del texto y aun salvan sus debilidades, como el gran escollo de los momentos discursivos que son resueltos con gran inteligencia y habilidad. Supo rodearse de muy buenos elementos, como la graciosa escenografía de Mónica Raya, la iluminación de Gabriel Pascal, el vestuario de Adriana Olivera y Juan Carlos Castillo, la musicalización de Anette Pradera y la coreografía de Anilú Pardo. Sobre todo, logró convocar un excelente reparto.
Alejandro Tomassi lo encabeza encarnando a ese director estadunidense que es réplica de la rapacidad del Tío Sam que despoja de todo a los demás, Gerardo Moscoso como Río Rico, viva imagen maquillaje de por medio de esa especie de renegrido Mamerto de las viejas historietas o el tradicional ``Pancho'' en cientos de películas. Anilú Pardo, la graciosa Ramona que corta sus largas trenzas a lo Dolores del Río para convertirse en una cabal y rubia estadunidense. Victoria Rico, la criolla que también deviene en pocha clasemediera. Adriana Olivera, que transita de estereotipo en esterotipo de piel roja de película. Silverio Palacios, el indígena mexicano que termina por convertirse en ``peladito'' urbano, igual a Cantinflas. Lázaro Patterson, de esclavo a símbolo del poder negro. Asimismo, Mauricio Romero y José Antonio Falconi, detrás de las supuestas cámaras en la historia, parte activa en el montaje. Todos ellos logran actuaciones chispeantes y casi matemáticamente medidas en el trazo escénico de la directora.