En las discusiones sobre la reforma del Estado aparece como uno de los asuntos más concretos el de la reforma del Distrito Federal. Tema que implica el diseño de un gobierno local, que además es el de la capital del país, centro de uno de las ciudades más grandes del mundo, la democratización del DF ha sido objeto en los últimos meses de permanentes discusiones entre los principales partidos políticos y de señalamientos del gobierno. Todos han felizmente coincidido en la necesidad de sustituir al viejo regente de designación presidencial por un gobernante electo por voto universal y directo. Llama la atención que el mayor punto de desacuerdo y que aún está sin una definición clara es el relativo a las delegaciones políticas. Acordada la democratización sobre lo grande, lo pequeño aún es tema de controversias.
La propuesta de plena democratización de las 16 delegaciones del DF viene de las fuerzas de izquierda. La no inclusión de esa medida en el acuerdo de la Asamblea de Representantes sobre la reforma local fue, justamente, una de las razones por las que el PRD se negó a firmar. Para ese partido es necesario convertir a las delegaciones en municipios o en alguna figura parecida, con el fin de darles a esos territorios un gobierno electo y cabildos o sus similares.
En cambio, para el PRI y el gobierno de la capital es preciso detener la ola democratizadora en las delegaciones, manteniéndolas al margen de la lucha partidista y sujetas al gobierno de la entidad. La razón que se argumenta es que la ``municipalización'' de las delegaciones afectaría el funcionamiento de los servicios públicos, interconectados en todo el Distrito Federal o el área urbana, los cuales requieren de decisiones centrales. Se trata, curiosamente, de los mismos planteamientos que llevaron en 1928 al Congreso a aprobar la iniciativa de Obregón para concentrar el poder de la capital, eliminando los 17 ayuntamientos que entonces existían.
No cabe duda que la inercia de casi 70 años de poder concentrado y antidemocrático en la capital del país sigue teniendo peso. Las críticas a la lucha partidista en los viejos ayuntamientos, considerada fuente de anarquía, y la utopía de la eficiencia de la planeación centralizada sentaron las bases, aún vigentes, de un gobierno sin participación ciudadana, autoritario por definición y despótico en varios momentos. Recordemos la era Uruchurtu, ``el regente de hierro'', promotor durante 14 años de infraestructura y equipamiento de alto nivel, pero también persecutor de los salones de baile y de los asentamientos populares. Su sucesor, el general Corona del Rosal, iniciador del Metro y actor fundamental en la represión del 68. Y el que siguió, Martínez Domínguez, con la banda de halcones que atacaron a estudiantes y periodistas en 1971. Estamos hablando de décadas de aplicación de políticas urbanas en el Distrito Federal que, casi sin excepción, dieron lugar a la marginación de mucha gente y, encima, con la ley del garrote como fundamento y sin la posibilidad de que la ciudadanía pudiera ejercer su derecho a elegir gobernantes locales.
Ahora el empuje de los partidos políticos de oposición y los movimientos ciudadanos, más el efecto de los flujos renovadores de otras partes del mundo, están finalmente conduciendo a la ciudad de México a la vida democrática. Sería conveniente que tal democratización llegara a las antiguas delegaciones. La evidencia empírica muestra que ningún servicio público se afecta como resultado directo de la existencia de gobiernos electos en las subdivisiones urbanas. La figura del Ayuntamiento existe en la misma periferia de la ciudad de México y si los servicios no funcionan bien en algunos de ellos es porque sus autoridades son ineficientes o sus recursos son pobres. Pero tambión existen en los municipios de la zona metropolitana barrios y colonias con excelentes servicios. Ciudad Satélite o Tecamachalco dan cuenta de ello. De la misma forma podemos encontrar gobiernos municipales metropolitanos de partidos de oposición, Puebla o Guadalajara, por ejemplo, sin que eso signifique un deterioro automático de los servicios.
Sólo una tendencia antidemocrática, cubierta con el argumento de la eficacia técnica, pues seguir defendiendo los gobiernos delegacionales no electos. Una eficaz descentralización del Distrito Federal iría por el camino de la democratización de las delegaciones, lo que por supuesto no significaría eliminar el poder central de la entidad o de la misma Federación. Las grandes obras, como el Metro, el drenaje profundo y las redes de telecomunicaciones, seguirían siendo responsabilidad mayor. Pero lo micro, los servicios de barrios, comunidades o unidades habitacionales, continuarían resolviéndose en los gobiernos ``municipales'', sólo que ahora nacidos del voto ciudadano, con su cabildo y con la posibilidad de contar con una más profunda y decidida participación ciudadana.
Fe de erratas.
En mi anterior colaboración, ``La recuperación tan anunciada'', escribí que el Acuerdo de Unidad para Superar la Emergencia Económica se firmó el 3 de diciembre de 1995. En realidad fue el 3 de enero de ese año.