En un aeropuerto un niño contempla el rostro de una mujer que acaba de presenciar un crimen. La imagen le obsesiona durante muchos años. Un día, al correr en un aeropuerto hacia una mujer, él es asesinado. En un instante comprende que de niño había presenciado su propia muerte. El filme, un soberbio cortometraje de 29 minutos, se llamó La jetée (el corredor) y lo dirigió el documentalista francés Chris Marker en 1962. A partir de una sucesión de fotos fijas, con sólo un movimiento en una de ellas, el director evocaba una historia sobrecogedora en la que mezclaba género fantástico y ciencia ficción, con desplazamientos en el tiempo, reflexiones sobre la memoria y referencia a un pánico colectivo (la inminencia de una tercera guerra mundial) muy recurrente a lo largo de la guerra fría y, de manera precisa, durante la crisis de los misiles a principios de los sesentas.
Tres décadas después, Terry Gilliam (Los bandidos del tiempo, 82; Brazil, 85) retoma muy libremente la idea de La jetée, y con un guión de David y Janet Peoples (Twelve monkeys). En la fantasía de Gilliam, 1996 es el año en que se produce la catástrofe de origen viral que destruye a casi toda la humanidad. Para 2035, los pocos sobrevivientes habitan bajo tierra y poseen, pese a todo, una tecnología avanzada que les permite enviar emisarios a través del tiempo. Uno de ellos, James Cole (Bruce Willis), viajará a 1996 para prevenir la catástrofe. Algunos errores técnicos lo enviarán a 1990, año en que es encerrado en un manicomio, y a 1917, cuando lo hieren en unas trincheras francesas. Sin embargo, ya en 1996, y en compañía de una joven psiquiatra (Madeleine Stowe), James Cole identifica a un grupo de conspiradores ecologistas (El ejército de los doce monos) como posibles responsables del desastre inminente. Las locuras del líder del grupo, el fantasioso Jeffrey Goines (Brad Pitt), retorcerán la trama un poco más de lo hasta aquí descrito.
Como en La jetée, la imagen del crimen en el aeropuerto también obsesiona a Cole, pero Gilliam abigarra la historia con episodios insustanciales (buena parte de las actividades de ``los doce monos''), personajes secundarios un tanto desdibujados (el virólogo Dr. Goines, padre de Jeffrey Christopher Plummer), y una historia sentimental (Willis-Stowe) sin fuerza, apenas esbozada.
Doce monos desconcierta al espectador con sus informaciones a medias. Cómo vive lo que queda de humanidad en 2035? Cómo sobrevivió el pequeño Cole a la hecatombe viral? Prevenir el cataclismo de 1996 no equivale a cancelar el presente de 2035, es decir, la posibilidad misma de esa acción preventiva? Pero, a quién interesa que una cinta del director de Jabberwocky o Brazil sea verosímil y lógica y todo menos desmesuradamente fársica? Más importante aún: toda la trama bien podría ser sólo un sueño o un delirio del propio James Cole, en una cárcel de 2035, en un manicomio de 1990, o en un hospital militar en 1917, y ser por lo mismo incongruente y excesiva. Doce monos sugiere una fábula irónica de las paranoias colectivas de fin de siglo.La primera apuesta de Terry Gilliam es proponer una relectura del tecnothriller, subgénero favorito en el cine de los noventas.
La ambientación de una época futurista no confía ya en un repertorio de gadgets y efectos especiales, y sí en el aprovechamiento de viejas arquitecturas (el art decó del ayuntamiento de Filadelfia, por ejemplo) para la creación de atmósferas oníricas. Los espacios luminosos difuminan la noción del tiempo y hacen de cada territorio visitado un espejismo.
La fotografía de Roger Pratt contribuye a crear la impresión de que el viaje por el tiempo (materia aparente de la trama) es un largo recorrido mental del propio James Cole. Otro reto de Gilliam es integrar una presencia comercial tan poderosa como la de Bruce Willis (Duro de matar) en una cinta tan evidentemente personal como Doce monos. (El tipo de riesgo que sólo directores como Clint Eastwood pueden asumir hoy en Hollywood).Ignorada en la entrega de los Oscares, elogiada en Europa como primera obra maestra de Terry Gilliam, Doce monos es la película que mejor describe su visión del apocalipsis: una catástrofe que se desencadena en el interior de un cráneo.