En Estados Unidos se ha configurado con nitidez una actitud antimexicana que permea los ámbitos más diversos: la política, la economía y el comercio, la migración y los asuntos fronterizos. Es imposible dejar de relacionar los ataques verbales que diariamente formulan contra nuestro país políticos, periodistas y funcionarios con los bloqueos comerciales a diferentes productos mexicanos, y con las agresiones que en forma creciente enfrentan nuestros connacionales que cruzan el río Bravo en busca de trabajo.
Sería ingenuo considerar que tales sucesos son hechos aislados. Por el contrario, expresan una tendencia social que se inicia en el aislacionismo tradicional y las dificultades económicas circunstanciales de los estadunidenses, se capitaliza como parte de las tácticas políticas en la campaña electoral de este año y desemboca en una actitud xenófoba, e incluso racista, cada vez más extendida.
Para la vapuleada economía mexicana es grave que entre líderes políticos y de opinión del país vecino se haya vuelto práctica habitual el trazar caricaturas verbales que describen a México como un país corrupto, insalubre y poblado por perezosos y truhanes: a fin de cuentas, tales caracterizaciones pueden incidir negativamente en el flujo de inversiones extranjeras en las que el gobierno actual ha depositado las principales expectativas de recuperación económica.
Son sumamente lesivos para nuestras industria y agricultura los cierres de aduanas y las medidas proteccionistas que, con o sin pretextos, realizan con frecuencia las autoridades del país vecino. Recuérdense los casos del atún, del acero, del cemento y, más recientemente, la decisión estadunidense de impedir la entrada de vehículos mexicanos de transporte y las acciones contra nuestras exportaciones de tomate y aguacate.
Pero lo que es llanamente intolerable son las agresiones contra los ciudadanos mexicanos que intentan llegar a territorio estadunidense o que se encuentran ya dentro de él. Los golpes, las torturas, las vejaciones, las medidas legislativas discriminatorias y violatorias de los derechos humanos, los homicidios incluso, en contra de nuestros connacionales, perpetrados por agentes policiacos o ciudadanos comunes, están creciendo tanto que puede hablarse ya de un patrón de conducta fóbica ampliamente extendido.
En un acto sin precedentes, la Secretaría de Relaciones Exteriores, por medio del embajador Antonio de Icaza, pidió a la ONU que investigue la violencia racista contra trabajadores migratorios y propuso ante la Comisión de Derechos Humanos del organismo mundial una resolución que fue aprobada sobre el respeto a la dignidad de los migrantes, en la cual se plantea a los países receptores de migración que adopten medidas urgentes para evitar el uso abusivo de la fuerza policiaca y de los agentes migratorios.
Es necesario mantener esta atinada actitud, e incluso acentuarla. Debemos entender que, en el contexto de una economía globalizada y de creciente interdependencia no sólo económica, sino también política, ecológica y social, nosotros también tenemos capacidad de ejercer presión. La circunstancia nos impone la obligación de analizar y debatir las posibles maneras de enfrentar y contrarrestar la creciente hostilidad contra nuestros compatriotas, sin descartar de antemano ninguna de las posibilidades que nos está permitida por el ejercicio de la soberanía nacional y el derecho internacional: ni un bloqueo mexicano contra las exportaciones estadunidenses ni el cierre de nuestras fronteras ni la anulación unilateral del TLC ni la clausura de nuestro sistema financiero a los capitales del país vecino.
Las agresiones verbales o los bloqueos comerciales pueden responderse mediante notas de protesta o por medio de negociaciones. Pero la creciente histeria antimexicana, expresada en ataques a connacionales, exige medidas mucho más enérgicas. Por un principio básico de identidad y cohesión nacional, por vergenza, por elemental decoro, México debe buscar formas más eficaces que las aplicadas hasta ahora para defender a sus ciudadanos en el país vecino.