La comparecencia de Luis de la Barreda, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del DF, ante la Asamblea Legislativa merece ser comentada porque pone el dedo en la llaga de más de un asunto relevante.
Primero una buena noticia. A decir del ombudsman del DF, la tortura se empieza a desplomar por lo menos en la capital, y reporta que en el transcurso de su gestión 30 meses se han presentado 30 denuncias y sólo en cinco casos se ha comprobado que realmente existió, colocándola en el lugar 25 entre las quejas más frecuentes que recibe la Comisión. Hay que recordar que el propio Luis de la Barreda nos había informado (La lid contra la tortura) que durante el primer semestre de existencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, del total de quejas recibidas la tortura había ocupado el segundo lugar con 180 casos, y que todavía en el segundo semestre ocupó el nada digno primer sitio con 266 casos.
Es decir, que los esfuerzos realizados no han sido en vano. La existencia de las Comisiones, los cambios legales y una opinión pública más vigilante parecen estar dando buenos resultados. En particular, resultó muy relevante la reforma que desterró la vieja jurisprudencia de la Corte, que señalaba que en caso de que existieran dos declaraciones del inculpado, la que debería prevalecer era la primera, es decir, aquella que en muchas ocasiones se obtenía sin la asistencia de un abogado defensor y a base de malos tratos e intimidaciones. La reforma de 1993, de la cual fue impulsor De la Barreda, tuvo y tiene un impacto fundamental al quitar valor probatorio a cualquier declaración del presunto inculpado si no la realiza acompañado de un abogado, ante el ministerio público (y no ante la policía) y en el plazo que establece la propia ley. Es decir, es posible revertir añejas y viciadas prácticas.
Pero no todas son buenas noticias, ni mucho menos. En especial De la Barreda salió al paso a declaraciones irresponsables que pretenden la reinstalación de la pena de muerte y además realizó importantes críticas a una serie de nuevas normas que están en proceso de ser aprobadas (de hecho ya lo fueron por el Senado).
Ante la incertidumbre que causa la inseguridad ciudadana, no han faltado voces que empiezan a clamar por la aplicación de la pena de muerte. De la Barreda nos recuerda que dicha pena no ha tenido ningún impacto en abatir los índices delictivos ahí donde se aplica, que por su propia naturaleza no permite enmendar un eventual error judicial, y que el Estado no puede ponerse al mismo nivel de los delincuentes, es decir, revivir la aberrante consigna del ojo por ojo. Y yo agregaría: dicha pena convierte a la justicia en venganza, puesto que el delincuente ya se encuentra a buen recaudo (preso o interno en algún centro de salud), y por lo tanto es incapaz de continuar delinquiendo, por lo que su asesinato es eso, un asesinato.
En este terreno, en efecto, más que demandar la pena de muerte habría que desterrarla de la Constitución, donde aún se mantiene para el traidor a la patria, el parricida, etcétera. Cierto que no puede ser aplicada es auténtica letra muertaporque en los Códigos Penales no se encuentra tipificada, pero para evitar tentaciones lo mejor sería erradicarla de nuestra carta magna.
Por otro lado, y en relación a las eventuales nuevas normas que hoy se están discutiendo, sólo me detengo en dos sobre las que De la Barreda alerta: la reducción de la edad penal y el espinoso tema de las intervenciones telefónicas.
Reducir la edad penal de 18 a 16 años me parece un error garrafal. Hace bien De la Barreda en recordarnos que un menor que comete una infracción no deja de ser infractor, y que por ello mismo no tiene por qué quedar impune. Pero igualmente tiene razón al recordarnos que de lo que se trata es de ofrecerle un juicio y unas instituciones especializadas que hagan posible (o por lo menos probable) su readaptación social. Meterlo al circuito de los adultos y, peor aún, confinarlo con los mismos, sólo servirá para la multiplicación de los abusos contra los jóvenes y para hacer más difícil su readaptación.
Más que asimilar a los jóvenes de entre 16 y 18 años a los cauces institucionales de los adultos, deberíamos ser capaces de construir circuitos especializados para las muy diferentes edades. Porque según la edad, las necesidades de los niños y jóvenes infractores son radicalmente diferentes, y sus posibilidades de reeducación igualmente distintas. Niños de doce años no deberían estar junto a jóvenes de 17. Y hoy parece que marchamos al revés.
En otro renglón sabemos que las intervenciones telefónicas se producen todos los días. Y hay quienes incluso hacen ostentación de ello y las reproducen sin ningún rubor. Incluso las mismas pueden realizarlas no sólo los cuerpos de seguridad sino también particulares. Legislar para convertir a todas esas intervenciones en ilegales me parece un acierto. La privacidad debe ser reconocida y tratada como un derecho. Por ello, permitirlas sólo como un instrumento de investigación en relación al crimen organizado y con una orden judicial previa, puede ser una forma de empezar a regular realmente su uso y abuso. Pero a De la Barreda le preocupan y a mí tambiénposibles ``imprecisiones''.
De la Barreda propone que se establezca en la ley que deba acreditarse su necesidad, imagino que ante un juez, ``que se precise el tiempo que pueda durar y que se impongan sanciones severas a quien haga uso de los registros documentados diversos del que señala la ley''. Es decir, se trata de preservar la vida privada, y por ello sería conveniente también legislar para castigar a quien dé a conocer a través de cualquier medioconversaciones, correspondencia, etcétera. Es decir, crear una barrera jurídica contra la pretensión totalitaria de que la vida puede ser revisada hasta con lupa, como si las personas fuéramos unos bichos ante un microscopio. Es decir, hacer de lo público, público y de lo privado, privado.
En una palabra, el presidente de la CDHDF nos ha vuelto a recordar que el combate al crimen no tiene por qué ser violatorio de los derechos humanos.