Carlos Monsiváis
Las verdaderas órdenes

Marcos Olmedo Gutiérrez, de 65 años de edad, del Comité de Unidad Tepozteca (CUT), fue asesinado el 10 de abril por las alguna vez denominadas ``fuerzas del orden'', al cabo de un despliegue belicoso de la Policía Preventiva, en San Rafael Zaragoza, municipio de Tlaltizapán, Morelos, donde se interceptó a un grupo del CUT que se dirigía al acto conmemorativo de la muerte de Emiliano Zapata. Olmedo Gutiérrez recibió dos tiros, uno en el cuello y otro en el abdomen, después se le encostaló y se abandonó su cuerpo en Jojutla.

La escena de la agresión, parcialmente registrada en un video, desborda elementos que, si fueron ``normales'', hoy resultan delirantes: un operativo ``para detener a cómo dé lugar'' a los manifestantes; un ánimo policiaco exaltado cuyo sustrato es la ira de los superiores, hartos de la prolongación del conflicto; la furia del autoritarismo, resentido por la oposición al proyecto de club de golf, que ``modernizará la región'' e incorporará a Tepoztlán al siglo XX, según los articulistas-publicistas.

Hay semejanzas y diferencias entre lo acontecido en Aguas Blancas, Guerrero, y lo de San Rafael Zaragoza. Las diferencias tienen que ver, además de las características regionales, con el impulso comunitario en Tepoztlán, sus logros de resonancia ecológica y la terquedad del gobierno, empeñado en el desgaste del CUT, y en sostener a como dé lugar el proyecto redentorista del campo de golf, sin explicaciones que a la mayoría de los tepoztecos les resulten convincentes. Y las semejanzas son intensas.

Esta vez, se intenta una respuesta oficial rápida para, de seguro, ahorrarse otro fiscal especial de Aguas Blancas, pero la demanda de justicia de la Presidencia, condenando ``cualquier acción contra la libertad de expresión'', los 60 policías y 6 oficiales detenidos, y la revelación del gobernador Jorge Carrillo Olea: ``Sí hubo armas de fuego''; todo esto junto, no disminuye la certeza: quien se opone al régimen, en asuntos de gran densidad financiera, corre todos los riesgos porque, en última instancia, salvo mandatos estrictos muy supervisados, no existe para estos policías la idea de ``represión moderada''. Ya desatados golpean, vejan, intimidan, reiteran hasta lo último el agobio de la autoridad.

La señora Nicanora Conde contó la escena, el encono que destruyó con piedras y macanazos los cristales de los vehículos cercanos al retén, y la cauda de gritos: ``Pinches viejas revoltosas! Hijas de la chingada! Bájense pinches viejas! En cuanto llegue la noche las vamos a violar! A ver, sigan gritando Viva Zapata, cabrones! Indios malditos, por qué no entienden! Por su culpa estamos aquí desde anoche y sin tragar! Nos la van a pagar!''. (Reportaje de José Antonio Román y Francisco Guerrero, La Jornada, 12 de abril).

Los improperios exhiben la descomposición psíquica, y apuntan a lo inevitable del salvajismo, en este caso y en cientos de igual índole. Pésimamente pagados, con instrucción deficiente en el mejor de los casos, sometidos a la semiesclavitud corporativa, víctimas de los desmanes jerárquicos, los policías regionales anhelan descargar su rabia en quien se deje. (En la ciudad de México el proceso es algo distinto, más individualizado y menos abiertamente político).

No otra es la explicación de una parte significativa de los asesinatos de trescientos perredistas en el sexenio pasado, y de los que ya cuenta en su haber este gobierno: si las autoridades se exasperan de modo visible, suelen estar de más las instrucciones específicas (aunque también se den). Lo único que se necesita es exigir la interrupción de una marcha, o el fin de las ``demostraciones subversivas''. Los gobernadores, los presidentes municipales y los jefes policiacos no necesitan demasiadas palabras. Ya antes, y esto es casi ley, han mostrado su ira, se han quejado de la irracionalidad de los opositores, han generado a sus presos políticos (cuatro en el caso de Tepoztlán), y se han preocupado por ``el clima que ahuyenta las inversiones'' creado por la disidencia. Para qué más? La correa de transmisión se inicia en voces ásperas y concluye en vejaciones y disparos.

Y las protestas? Ya se sabe, al menos debía saberse, que a estas alturas la represión salvaje obliga a respuestas sociales, y que, pese a todo, existe la opinión pública. Pero la inercia actúa en favor de las soluciones de fuerza. Nadie lo afirma así, pero pocos, en su comportamiento, dejan de afirmarlo: ``Que sepan a qué se enfrentan, y luego negociamos las consecuencias''.

En este caso, y no es disculpa jurídica para quienes tienen la ley en sus manos, la mecánica represiva pareció actuar casi por sí sola. Si el diálogo político se cancela, como ocurrió en Tepoztlán, la barbarie, en cualquier nivel, es inevitable. Son demasiados los intereses coaligados, es notorio el papel conferido a las fuerzas policiales, son previsibles las frases de los responsables: ``Se investigará a fondo, caiga quien caiga. Somos los primeros interesados en que el asunto se aclare debidamente''.

Un fantasma recorre a los designios represivos: las videocámaras. En el video tomado por un integrante del CUT, el director general de la Policía Preventiva, Juan Manuel Ariño, desenfunda su pistola y amenaza a los manifestantes. Al ver la cámara, enfunda. Luego, gritos, agresiones, el ir y venir de los cuerpos... y el asesinato. La prueba está allí, y en definitiva estas imágenes son el gran elemento de contención, el principio modificador de la deplorable ``ira de los dioses'' del poder ofendido.

Pero no se necesita, ni en Riverside ni en Morelos, que un alud de videos incriminatorios pueble las pesadilla de los funcionarios. Más bien, se requiere la aceptación tardía pero urgente, del significado de poner en marcha sin más a la policía. Si se les dice ``Detengan'', la instrucción tenderá a volverse ``Destruyan''; si se les encomienda el escarmiento, se les garantiza la impunidad para el desafuero. Históricamente, así se moldearon las fuerzas de seguridad y con enorme frecuencia, y para agotar el simil, han resultado indistinguibles el barón Frankenstein y el monstruo. Por eso, no es muy lógico pretender resultados distintos de órdenes semejantes.

La investigación tendrá lugar, se deslindarán de modo solemne las responsabilidades, el gobierno de la entidad conocerá de graves problemas, el procurador de Morelos hablará con serenidad a los medios, se cancelará el club de golf, los presos políticos saldrán (nada más justo), pero el mecanismo engendrador de los retenes de Aguas Blancas y San Rafael Zaragoza quedará intacto, a menos que en materia de conflictos sociales, se acepte como única orden posible de las autoridades la negociación civilizada. De lo contrario, quien use represivamente a la policía aceptará las consecuencias funerarias de su encomienda.