Senderos en en bosque
MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Senderos en el bosque
``Si tienes hambre, avisa.'' ``Si necesitas ir al baño, avisa.'' ``Si quieres acostarte, avisa.'' ``Si te piensas tardar, avisa.'' ``Si ya quieres salirte de la escuela, avisa.'' ``Si consigues un trabajo, avisa.'' ``Si te fastidia seguir viviendo aquí, avisa.''
Como quien va por carretera y atiende a los señalamientos para no accidentarse, Eduardo ha respetado siempre esas órdenes. Son las columnas que sustentan el programa educativo que Marcial, su padre, ha ido ampliando al paso de los años con afán de convertirlo en un hijo modelo ``del que pudiera sentirse orgullosa tu mamá, que en paz descanse''.
Desde que murió su mujer, Marcial se vio afectado por una especie de indiferencia a las palabras. Parecería que muerta su esposa él no encuentra razón de pronunciarlas. Enmedio de ese desgano, su sentido de responsabilidad le aconseja varias veces al día recitar párrafos de ese prontuario ayuno de ternura que lo hace considerarse un buen padre: ``Si quieres... si piensas... si te fastidia...'' Fuera de esas frases, Marcial es todo silencio.
Eduardo nunca ha querido romper ese mutismo; ha pasado la mayoría de sus 18 años en espera de que su padre siga las huellas que él deja a diario (sobre la mesa de pino, en la sala adusta, en el trayecto a cualquier parte) para atraerlo a una conversación; pero Marcial no las ve y destruye la posibilidad de charlar limitándose a otra frase utilitaria: ``Cuando quieras que apague la tele, avisa''.
¿En qué sueñas, Eduardo? No vayas a decirme que te duermes y ya. No hay nadie en el mundo que no sueñe, y mucho menos un jovencito como tú'' --vuelve a decir la voz que está al otro lado del teléfono y a la que, en ese punto de la conversación, él nunca responde. Silencioso, con el auricular en la mano, el muchacho hurga entre sus recuerdos hasta encontrar el que cada día se parece más a un sueño. Aprieta los párpados para que la luz de la tarde no vele la imagen de su madre, sentada en la orilla de la cama donde él, muy niño, yace destemplado por la convalescencia de alguna enfermedad infantil.
Es tan claro el recuerdo de aquellos momentos que Eduardo vuelve a sentir la respiración de su madre bañándole la cara encendida por la fiebre; de inmediato oye el tono con que ella solía contarle la historia de Juanito: ``Una noche su madrastra, cansada de cuidarlo y de alimentarlo, hizo que la acompañara al bosque con ánimo de perderlo y dejarlo a merced de las fieras. Pero Juanito se salvó porque mientras se internaba con su madrastra en el bosque, fue regando por todos los senderos pedacitos de pan. Le sirvieron como señales cuando, después de ser abandonado, decidió desandar el camino. Así salió con vida de aquella espesura''.
Eduardo, sé que estás ahí: ¿por qué no me contestas? Te desagradó que te preguntara acerca de tus sueños, ¿verdad? Lo hice porque la primera vez que marcaste mi número dijiste que te sentias muy mal, que te resultaba imposible quitarte de encima el peso de un sueño desagradable. Si me permitieras conocerlo podría ayudarte. Sabes que trataré de hacerlo siempre que marques este número y pidas que te comuniquen con tu asesora: Julia. Tú me pusiste ese nombre, ¿te acuerdas? Por cierto, nunca me has dicho quién es para ti Julia.
No, Eduardo no ha dicho a la asesora que así se llamaba su madre, ni que lo agobia la desesperación de saber que hoy --como ayer y todos los días anteriores-- de nada sirvió que dejara huellas en todos los cortos espacios que lo separan físicamente de su padre: no puede decirle a la falsa Julia que los escasos metros que hay entre su cuarto y el de Marcial o los centímetros que separan sus sillas frente a la mesa se han convertido en senderos larguísimos, zigzagueantes, que sólo conducen al silencio. ``Cuando quieras que apague la tele, avisa.''
Desde que su padre y él quedaron solos, Eduardo ha dado aviso de sus acciones y necesidades. Con todos los riesgos que haya podido suponerle, para el muchacho ha resultado siempre más fácil confesarle a Marcial: ``Ya no quiero ir a la escuela'', ``dejé el trabajo'', que revelarle su más secreto deseo: quiero que me oigas cuando te hablo, quiero que sigas las huellas que dejo para que me encuentres, quiero poder hablarte largamente de lo que tú sólo dices con tu silencio: que extraño a mi madre, que me dan tristeza las almohadas sin fundas, que me gustaría que nos riéramos de las mismas cosas, que apagaras la tele porque quieres conversar conmigo y no porque supones que me fastidia verla.
Al ver que no ha sido capaz de formular peticiones tan simples, Eduardo siente más vivo su fracaso: ni estudiante ni trabajador, sólo un joven de 18 años con las manos en los bolsillos y la espalda contra la pared. Allí es fusilado a diario por el silencio de su padre y por su soledad.
``¿Hoy también tengo que avisar?'' Dudó mucho antes de responderse: ``Sí''. Ense-guida empuñó la pluma y torpemente comenzó a escribir letras irregulares que se apoyaron en imaginarios renglones desiguales, zigzagueantes como los senderos del bosque. ¿En qué sueñas, Eduardo? Al recuerdo de la voz femenina que le responde cada vez que marca el teléfono de Apoyo Psicológico a Jóvenes se sobrepone el tono denso, adormecido, de su padre: ``Si te fastidia la tele, avisa''. ``Si ya no quieres vivir en esta casa, avisa''. El eco de esa propuesta lo inspira y le da valor para escribir la primera línea.
``Querido papá.'' Eduardo relee las dos palabras en voz alta. Se da cuenta de que hace mucho tiempo no las pronuncia ante su padre y que jamás lo ha llamado por su nombre: Marcial. Paladea las sílabas como si fueran el dulce de leche con canela que su madre le hacía, cuando niño, para recompensarlo. ``Marcial, Marcial'', repite, ansioso de hartarse de ese nombre antes de que ya no pueda pronunciarlo jamás. ``Si no quieres seguir viviendo en esta casa, avisa.''
``Querido papá.'' Eduardo se detiene: ¿cuál de los muchos y abominables signos de puntuación está obligado a usar en su primera y última carta? ``Si ya no quieres seguir estudiando, avisa''. Ninguno. No pondrá ninguno. Abando-nará la frase exactamente como su padre lo abandona siempre antes de recluirse en su silencio, sin conceder importancia a las señales que él deja por todos los rincones de la casa que le ha ido convirtiendo en un laberinto de senderos oscuros del que necesita salir.
``Escribo para decirte que tú no tienes la culpa de esto.'' Otra vez Eduardo siente qué no puedo seguir y se impacienta. No se explica por qué se le dificulta avisar que renuncia a su vida cuando pasó buena parte de sus dieciocho años avisando con naturalidad si tenía sueño, hambre, pereza. Eduardo reconoce para sí mismo que está sintiendo: nunca fue fácil decir esas frases; más bien fue doloroso porque todas sepultaban las palabras que hubiera querido gritar: ``Papá, te quiero mucho, te necesito. Cuando lo entiendas, cuando me veas, cuando te des cuenta de que soy tu hijo, avisa.''
Incómodo, Eduardo relee las frases que escribió. Son cortas y sinuosas, como el sendero del bosque, como la cuerda que espera enroscada a sus pies: la compró muy temprano, sin avisarle a nadie.