La Jornada Semanal, 14 de abril de 1996


La muerte vencida

José Bergamín

José Bergamín empezó su labor ensayista en la revista Índice que dirigían Enrique Díez-Canedo, Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Durante la guerra civil presidió la Alianza de Escritores Antifascistas y organizó el II Congreso Internacional de Escritores en Valencia, en 1937. Exiliado en México edita España Peregrina, y con el apoyo de la Junta de Cultura crea, en 1940, Editorial Séneca, la primera gran empresa editorial de los transterrados españoles. Este ensayo del autor de El arte del birlibirloque y Los tejados de Madrid o el amor anduvo a gatas fue el prólogo a la primera edición de Poeta en Nueva York, publicado por Séneca, y no fue recogido en ninguno de sus libros.



En la primavera de 1936 se oyó, creo que por última vez en toda España, desde la Radio de Madrid, la voz de Federico García Lorca. Se cruzaron entonces nuestras voces, pues en aquellos días un mismo motivo de apostolado literario y poético las había lanzado por la radio. Nos habló entonces Federico de su Granada; nos dejó dicho en palabras exactas el sentido diminuto y profundo de su ciudad querida: "paraíso cerrado para muchos". Nos evocaba con su palabra creadora ese miniaturismo granadino que presta a toda la ciudad un carácter íntimo y recatado, que transmite también ese carácter a las más puras figuraciones de sus poetas, coincidentes con las figurillas de barro que el genio popular granadino reproduce aún en sus Nacimientos o Belenes. Muchos años atrás habíamos comentado juntos ese miniaturismo esencial de la belleza granadina, ese carácter delicado y fino de sus más vivas figuraciones. Yo le había señalado la constancia en su poesía de este mismo sentido tradicional, patente en el teatro del XVII en los granadinos Cubillo de Aragón y Mira de Amescua. Como en Soto de Rojas. Como en fray Luis. Pues Federico García Lorca es el poeta contemporáneo más íntimamente y, diríamos, pudorosamente arraigado en la gran poesía popular y tradicional española. Tal vez por eso debía morir como ha muerto, en su Granada, cobardemente asesinado por la traición; por traidores a su patria española y a su íntima, pequeñita, sagrada patria granadina; traidores a su reino poético andaluz de este mundo, y al del otro; traidores al pueblo, al hombre y al poeta. Y por eso su sangre señala a sus verdugos clavándoles en la frente, indeleblemente, el sello cainita de la traición total:

Así, Antonio Machado, padre y maestro mágico de la lírica castellano-andaluza, nos cantó su imperecedero morir de español auténtico, de andaluz, granadino puro; el correr de su sangre, como el de sus dos ríos, agua y sangre simbólicas, brotadas de la Víctima eterna, del Cristo en que él creyó, y como el que murió, inocente. La poesía de Federico García Lorca, como toda la gran poesía popular y tradicional española, en su pura corriente castellano-andaluza, corre como el agua y la sangre, brotadas del venero secreto que cantaba San Juan de la Cruz, cuando, asomado a Andalucía, dejaba prenderse en su verso castellano el hondo acento de las tierras fecundas luminosamente abiertas al mar. Que bien sabía la fuente Federico, como el santo poeta, que mana y corre, "aunque es de noche". Pues ahora el correr de su sangre derramada, como el de sus ríos granadinos y el de arroyos y canalillos, veneros que en ellos alimentan sus decidoras maravillas, infinitas, diminutas nos dice, nos canta, nos cuenta esa alma granadina del poeta, aún en este libro, que se diría profético, vivido en el laberinto romántico de Nueva York.

Nos canta y cuenta del poeta "aunque es de noche" y porque es de noche, su alma innumerable y diminuta, alma de su pueblo andaluz. Noche de su ciudad, infinitamente multiplicada por la voz secreta de sus aguas; las que espejan sus cielos, en lo alto o bajo, entre lucecitas y estrellas. Noche, abierta o cerrada, de nuestra lírica popular y tradicional. Noche clara y oscura de esas almas y animaciones o figuraciones sin cuento, y sin cuenta, de nuestra lírica; noche trasparente, solitaria, callada, sosegada. Noche de la sangre, y por la sangre, que enciende luminosamente esta memoria viva, e inmortal, del poeta, repitiéndonos el decir de Lope al dictado de un inolvidable dolor:

A pesar de la sangre, aunque es de noche, la voz popular andaluza del poeta nos habla en estos versos como esclarecida por su partida, por su trágica muerte. Su memoria se enciende, se ilumina, por esa misma noche de su sangre, por su misma muerte, como un amanecer tras claro desvelo.

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En 1930 anda el poeta por la ciudad de Nueva York. Se adentra nocturno en su afán romántico; penetra con acerado empeño sus ecos y sus sombras; discurre por su laberinto entrañable, tejiendo en sus rincones últimos, en los reaños o entresijos de su alma, palabras misteriosas y puras, alegres o siniestras. Todos estos poemas alcanzan por su muerte como un dejo, un sabor de profecía. Parecen o se nos aparecen como un manetecelfárico letrero invisible que se pasea por la ciudad ilusoria confundido con sus anuncios luminosos. Las palabras no tienen en este libro fronterizo, entreverado de mortales angustias, el mismo valor claro, neto, preciso, de sus poemas mejores. Un estremecimiento raro las mueve con gesticulación distinta, con vagos ademanes de fantasmas. Nos sorprenden e inquietan. Se diría que el poeta se traduce a sí mismo en su lenguaje extraño, desconocido para él. Se diría que escribe signos caprichosos y como por juego sobre un encerado de nubes o de nieblas, sobre ese telón gris o blanco de la ciudad inexistente, alucinada por la mágica presencia ilusoria, gigantesca, de su inmensa fábrica babélica. Es un nuevo y fugaz momento de su vida en el que la forma de su tiempo se extingue en resonancias insospechadas, en cadencias dolorosas, sombrías, imprecisas, distantes; en una voz que apaga como pasos, verso a verso, el fulgor de un mundo entrevisto como a su pesar, y a su pesar o por su pesar, íntimamente muerto. El poeta se autorretrata de ese modo como un suicida. Se adelanta a un morir violento con voluntad suicida de sobrepasarlo. Lo predice y maldice de este modo, sin apenas decirlo. Balbucea, cantando, palabras de espanto que, de pronto, parecen cantar de cuna; como si adormeciera entre sus brazos a una criatura inhumana, a un perro o gallo muerto. Toda una luz irreal difunde por sus palabras ese fulgor extraño. Cantado con un raro ritmo de canciones pueriles, a veces conocidas, otras veces totalmente ignoradas, todo el libro toma, de pronto, apariencia de burla y profundo sentido de grito o de llanto. Poeta en Nueva York, y poeta granadino, con el recuerdo siempre vivo y punzante de sus abandonados paraísos de agua y cielo, su voz adquiere, de repente, sinuosidades de sollozo, cadencias de suspiro. Y se ahonda, con su mirar, en simas adecuadas a su angustia, a su terrible afán interrogante. Como si el poeta popular andaluz, perdido en la ciudad extraña, se volviese más niño y quisiese gritar, sin conseguirlo, en su inmensa pesadilla de muerte. Sus versos, sus pasos se enredan, como en un sueño, en blandas densidades plomizas. Hay una tierra mojada, densa, oscura, que arrastra su poesía por los pies, queriéndola arraigar en un cenagal negro, plomizo, turbio; en una mortal desesperanza. Y, no obstante, el poeta quiere cantar todavía. Alzar su grito, su voz sobre el hechizo: deshacerlo. Romper líricamente con su voz tan infernal espanto. Lo consigue. Y se abre su mirada infantil a nuevos mares vivos, a prodigiosos horizontes. Con alegría siempre nueva, nos dice con su verso, con su palabra honda y breve, sencillamente, la gloria de ser y de vivir, la esperanza constante, la línea sangrienta de su aurora.

La noche de su sangre también canta. Y es noche alegre "más que la alborada".

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El poeta vuelve a España. Su España. O como nuestro don Miguel diría: su Españita. Vuelve a su Granada de Antonio Machado; a su Españita de don Miguel. El poeta está contento. Su voz recuperada nos dirá más y mejor que nunca el correr de esa sangre musical española que a él le canta en su pueblo, y por su pueblo, desde siglos. Su voz, popular y divina, la expresará en versos inmortales, en sus mejores versos. Quién habla de la muerte?

"La muerte vencida" es la que ha quedado aprisionada en el círculo estrecho de un minuto, de un instante, decisivo y eterno; con la eternidad de la historia, que es una percepción profunda de lo temporal, un asomo, por la poesía, a la plenitud de los tiempos esperada por el cristiano; que de este hondo pensar cristiano se reclama nuestro poeta al afirmarse, por su palabra creadora, en la pura tradición lírica, de nuestros clásicos populares, fray Luis y San Juan, Garcilaso y Lope, Bécquer y Antonio Machado. "La muerte vencida" es la afirmación inmortal de toda nuestra lírica que trasciende por su concepción entrañable y plena de lo temporal todas las retóricas mortales; incluso aquellas de una deformación política en que se corrompe la naturaleza y figuración viva del cristianismo, por la trágica caricatura clerical, en un catolicismo enteramente anticristiano. En el círculo estrecho de un minuto encadenaba Federico García Lorca el más hondo sentido y pensamiento español cristiano: el de la sangre que se hace consonancia en nuestros pulsos con la palpitación sideral del lucero. En Federico García Lorca se verifica la poesía con las mismas características definitorias de la mejor tradición popular española: la que arranca del limo árabe-judío, que le presta resonancias eternas, hasta ir a perderse, y a encontrarse, en el "himno gigante y extraño" presentido por Bécquer. Pues también las palabras de nuestro poeta andaluz-granadino pertenecen a él y anuncian, como en el sevillano, "en la noche del alma, una aurora"; que, como en Bécquer, nos hacen sus palabras, por la poesía, "cadencias que el aire dilata en las sombras".

El poeta asesinado ha vencido a la muerte, como el mártir, porque su morir es un trágico testimonio humano y divino. Por eso cantaba la muerte del amigo diciéndonos:

Río del vivir, caminar a la muerte; río que parte en dos la misma vida del poeta, como los de su Granada, en llanto y en sangre.

El valor o significación espiritual de la sangre (que sólo la sangre es espíritu decía Nietzsche) tiene en la lírica de nuestros nocturnos castellanos (San Juan, fray Luis, Lope...) el mismo sentido del decir corriente que la expresa como tal, formando, por así decirlo, el misterio revelador de la palabra humana que por ella se determina en las prisiones vivas del lenguaje. Que en este sentido nos decía Calderón que es una música, como la de los astros; y, también, que es un arder sin fuego. Y en este sentido o por este sentir clamaba el granadino Mira de Amescua, con arranque andaluz de copla:

La salida "para este capitán atado por la muerte" que es nuestro Federico García Lorca inmortal, es aquel mar del morir de Jorge Manrique al que van a dar nuestras vidas como los ríos. Como los dos ríos granadinos en que su sentir y pensar, por la sangre y el llanto, se juntaron:

Los dos ríos de Granada "que van a dar en la mar, que es el morir", acompañan desde su niñez la vida nueva del poeta que por ellos arde; y a su ritmo vivo, materno, se enciende el pensamiento de su poesía cuando culmina, ante la muerte, con este grito:

El mar del morir también muere; también muere la muerte. Pues de este modo el pensar del poeta le llevó a situarse ante la vida, por su desesperada esperanza, con el mismo sentido que decíamos de sus tradicionales maestros de la poesía española clásica popular. El sentimiento trágico de la vida, por la muerte, se deja pasar o traspasar, trascendiéndose, de pura ideación o concepción lírica de la misma muerte. El llanto y la sangre del poeta se juntan en el mar del morir para afirmar la perduración de la vida. Desde Jorge Manrique hasta él, se duerme y se despierta el alma española a este cantar de eternidad sucesivo, y no solamente pasajero, que fue el mismo que determinó en nuestro dorado crepúsculo del diez y siete aquel paréntesis lírico a la tragedia que abre en el teatro Lope y cierra Calderón. Por ello vemos en Federico García Lorca, auténtico heredero de las esencias líricas de nuestros clásicos, verificarse el pensamiento y sentimiento lírico de la muerte, por la vida, también en la figuración de un teatro que, como aquel lopista-calderoniano, funde con un solo chispazo imaginativo lo que llamaríamos, invirtiendo los términos de nuestros místicos, su indiferencia ante lo temporal y lo eterno; su viva ideación o concepción lírica del hombre al ritmo alternado en sus pulsos del llanto y de la sangre; como el que le cantaron en la infancia y en la muerte sus ríos granadinos. Y es "llanto en la sangre" como con feliz expresión lírica nos ha cantado otro poeta, amigo suyo y nuestro, Emilio Prados, puente en nuestra amistad perdurable el que se escucha en aquel llanto por el amigo muerto (Ignacio Sánchez Mejías) como en todo el teatro, ya espléndidamente madurado, en que Federico García Lorca expresaba su sentir y pensar español poético (Bodas de sangre, Yerma, Doña Rosita, Bernarda Alba).

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El libro Poeta en Nueva York es como una nube que pasa por el pensar y sentir, hondo y claro, de nuestro poeta; por los encendidos cielos y suelos de su poesía, ensombreciéndolos momentáneamentey apagando, en cierta manera, su voz viva. Como el sueño en que según el profeta nos habla el espíritu; como "nube sin agua" según la misma expresión de la profecía. Por eso, es este libro algo aparte y extraño a los otros, un raro paréntesis de sombra. Al cerrarlo, de vuelta a su España, a su Granada, el poeta se encontró de nuevo, mejor que nunca; y fue entonces cuando su obra poética alcanzó la madurez y plenitud que conocemos, para llegar a formas decisivas, lo mismo en su teatro que en sus poemas.

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Aún veo ante mis ojos, con el recuerdo, un mar cuajado en hielo de muerte, guardadora, por la forma del oleaje, del mismo movimiento perecedero que la expresa. Y esta imagen responde en mi memoria al grito de su "Llanto":

La palabra del mar que cantó Walt Whitman es muerte? La figura de la onda helada se deshace en un llanto que desangra la muerte; "la imagen espantosa de la muerte" que aviva y enciende su memoria en la nuestra: "la luz de su memoria", rodeada por la noche profunda. Y llega, en esta noche temporal humana, su recuerdo, en este minuto, en este instante en que "la muerte se refugia temblando por la misma sangre que la procura", oscuramente, por su misma sangre vertida, aquella voz, que, en tiempos, me advirtiera de la invencible aurora con palabras que adquieren, por su muerte, resonancia socrática de deuda inmortal. Me escribía el poeta en una carta:

"La tonta modorra de las gentes" se hizo, por la envidia cainita, crimen fratricida. Y subió el grito luminoso de su canto, "cohete inteligente de luz oscura", clavando al negro toro de la noche su raíz de acero, su rejón invisible, banderilla luminosa y ardiente que deja sobre el dorso nocturno como estela un reguero de sangre:

Poeta, amigo: tu voz, tu canto, anuncio de tu gloria, que ha quebrado la negra acometida mortal de la noche profunda, por tu sangre, me llama y me encuentra como tú lo quisiste, y me quisiste: al alborear sangriento. El gallo que te debo eternamente, "irrumpe con su pecho puro aguas y tierras todavía no pisadas", a las que tú te fuiste. Cantando la invencible aurora. (Mientras Pedro, por la piedra secular de la muerte, niega a Cristo, en las sombras.) La piedra, que "es la frente donde los sueños gimen": la piedra de la muerte, vencida por tu sangre, por tu voz viva, por tu canto auroral, no tiene espera. Yo aquí estoy, esperándote; con tu gallo en mi mano que, invisible, cierra el puño que hasta ti se levanta para ofrecerte, dentro, mi roto corazón:


La Jornada Semanal, 14 de abril de 1996


Dos poemas inéditos

Emilio Prados
Nota de Jomi García Ascot





Para penetrar en el otro mundo no trascendente sino inmanente a la realidad toda Alicia atraviesa un espejo. En el solitario, único y nunca acabado poema que es la obra entera de Emilio Prados, el poeta edifica con su propia sustancia la materia prima de ese espejo. El espejo es él, él es el espejo, y su carne equilibra en fiel perfecto de visión externa e interna los dos mundos complementarios hasta lograr que los propios términos de externo e interno pierdan su sentido, su corteza falaz y remisible. El espejo que es el cuerpo de Prados se torna entonces en transparencia pura, en el más fino cristal, la más leve y delgada ventana entre dos mundos que se miran, se ven, se reconocen y se hablan.

Pero la labor incesante de Emilio Prados va más lejos, más hondo. Después de haberse erigido en ese espejo y de haberlo tornado en transparencia, lo va frágil, cuidadosamente deshaciendo con sus propias manos. El cristal desaparece, la ventana se abre, la transparencia se vuelve umbral. A la mirada, la visión y el diálogo ahora se añade el tacto, el tacto interno entre las más íntimas sustancias. En un acto de amor fluye por el umbral el mundo en ir y venir constante, en un solo río natural de carne, sangre, agua, luz y aire hechos palabra viva.

El poeta desaparece para volver a resurgir en una forma más honda: la voz por la que ahora es el río que nos habla. El poeta desaparece para que podamos escuchar este canto del mundo: la poesía, río natural.