La Jornada Semanal, 14 de abril de 1996
Hace cerca de un año y medio que a proposición
mía, y para resolver ciertos problemas específicamente
españoles, se constituyó esta Junta de Cultura. En las
reuniones preliminares que con ese objeto se efectuaron, mis ideas
encontraron un gran entusiasmo en Balbuena, una favorable acogida en
Xirau, Aguilar e Imaz, una aquiescencia condicionada en Gallegos.
Cuando Bergamín volvió a Bélgica, donde se hallaba de viaje, se adhirió a nuestro grupo con "escepticismo" fue su palabra, entendiendo por tal una disposición de ánimo favorable para el trabajo, aunque reservando para después opinión más concluyente. Mis puntos de vista eran entonces que, terminada la guerra, sólo había terminado la primera fase de la lucha en que estaba empeñado el pueblo español, y que era preciso y urgente comenzar la segunda. Ésta, por ser de orden espiritual, requería un ejército de intelectuales, siendo su campo de batalla América, único lugar donde, por hablarse nuestro mismo idioma, y ser el intelectual español un elemento económico, esa lucha era posible. No sólo eso. Sostenía yo entonces que un complejo histórico determinado nos empujaba hacia el continente americano, escenario de nuestra actuación futura, añadiendo que en Europa, a mi juicio, no teníamos los intelectuales españoles gran cosa que hacer. Para proseguir esa lucha me parecía conveniente la creación de un instrumento que permitiera abordarla con probabilidades de éxito, una organización cultural en la que prescindiéramos de todos los personajes políticos, a nuestro entender fracasados y rebasados por las circunstancias. La primera tarea consistía en tratar por todos los medios de distribuir nuestros intelectuales por tierras americanas, sacándoles de los campos de concentración, creando en ellos un espíritu de unidad, a fin de que más tarde la organización proyectada pudiera establecer núcleos autónomos en todos los países que, coordinados por nuestro organismo, pudieran abordar un trabajo de conjunto, creador de cultura, dirigido contra la llamada cultura falangista y nazista que no tardaría en presentarnos batalla en América, y para desarrollar el extraordinario contenido que, a mi juicio, encerraba la guerra de España. Éstos fueron gran parte de los conceptos que, vertidos por mí en la sesión constitutiva de la Junta el 13 de marzo de 1939, obtuvieron la unánime aprobación de los allí congregados. No teníamos dinero. Pero teníamos voluntad y esperanzas y fe en el pueblo español. Bastó esto para que tomáramos la determinación de constituir el organismo que desde entonces ha venido funcionando con el nombre de Junta de Cultura. A mi requerimiento, se hallaba presente en aquella reunión Fernando Gamboa, quien desde entonces no dejó de prestarnos decisiva ayuda. Más tarde, aceptando nuestra posición, vinieron a apoyarla, con el prestigio que rodea sus nombres, las altas personalidades que hasta hoy figuran a nuestro lado.
Siendo yo, pues, el principal responsable de la creación del organismo cuya existencia se pone de nuevo sobre la mesa, así como el principal animador que desde entonces ha tenido, me siento particularmente obligado a hacer un franco examen de la situación actual, con los antecedentes que sitúen la cuestión en su verdadero plano.
Pensaba yo entonces, y creo que conmigo la mayor parte de mis compañeros, si no todos, que uno de los problemas básicos que la Junta debía resolver era la creación de un espíritu de unidad entre los intelectuales expatriados. Cierto es que no existían todavía las divisiones políticas de carácter personal que después han venido a agriar las relaciones entre los españoles que nos encontramos fuera de España; a nuestro parecer, no era este problema tan duro como después ha resultado. Pensaba yo que lo español entrañaba una realidad colectiva que imposibilitaba la resolución de sus problemas de un modo adecuado, si no era tratando de recuperar a todos los intelectuales que a ello se prestasen sin distinción de matices políticos. Esa tendencia teórica a la unidad se manifestó en todas las actividades de la Junta. Ella informó las palabras del documento que Bergamín presentó a don Juan Negrín cuando, después de haber cambiado impresiones con él, tuvo, para oficializar,por decirlo así, nuestra constitución, que presentarle por escrito un resumen de nuestros propósitos. A eso mismo se refería el doctor Negrín cuando recomendaba a la Junta que hiciera una política nacional.
Encomendada al Comité de Ayuda a los Intelectuales creado con este fin en la Casa de la Cultura en París la tarea específica de ayudar a nuestros compañeros en Francia, cosa que hicimos antes que nadie los primeros días, nos especializamos en la emigración hacia América. A este objeto, empezamos a establecer nuestro fichero con la esperanza de que las circunstancias nos ayudarían a resolver favorablemente los deseos de nuestros compatriotas. Sabemos todos que esto, a pesar de nuestros muchos esfuerzos en Francia y en los países americanos, no pudo resolverse sino en muy pequeña medida.
No hacía un mes que se había constituido nuestra Junta cuando yo mismo, considerando que no existía en nuestro grupo el calor de entusiasmo necesario para enfocar estos problemas, y creyendo que era preciso formar entre nosotros un núcleo apretado y entusiasta, provoqué una segunda reunión en mi casa, a la que asistieron Bergamín, Xirau, Balbuena, Gallegos e Imaz. Mi exposición, en la que aludí a algunos de los puntos que después se han desarrollado en los artículos publicados en España Peregrina, no tuvo el resultado que yo anhelaba, aunque sí, sin embargo, un acrecentamiento de la decisión que movió a los allí presentes.
Ocurrieron por entonces los forcejeos con el naciente SERE. Se creyó algunos días que las gestiones de Bergamín darían como resultado que la Junta se viera representada en aquel organismo o que lograra de él una subvención para poder tratar a fondo los problemas urgentes que estaban planteados. Desgraciadamente no fue así.
Se obtuvo, en cambio, gracias a la iniciativa de Gamboa, la formulación de aquellas famosas listas de intelectuales, una parte de los cuales se embarcó bajo los auspicios de la Junta de Cultura en el Sinaia. A Gamboa y al licenciado Bassols se debió casi al mismo tiempo la proposición de que saliera con dirección a México una comisión integrada por varios miembros de la Junta, a los que se sumaron otros tantos intelectuales designados para resolver en estepaís problemas semejantes a los que planteamos en nuestra reunión primera.
Nos causó este viaje los más graves quebraderos de cabeza. No todas las personas que en él tomaron parte manifestaron, al salir, el estado de espíritu adecuado para un trabajo de conjunto, esencial para el logro de nuestros propósitos. En Europa, nos quedamos entregados a los múltiples quehaceres que el momento requería Gallegos, Imaz y yo, que vimos partir a los viajeros sin que hubieran podido resolvernos los problemas económicos de la Junta, que no contaba para seguir viviendo sino con unos cuantos miles de francos, residuo de la cuenta que para la exposición de Nueva York tenía yo a mi nombre.
La Junta, dirigiendo la comisión, salió con el propósito de trabajar en México con los medios con que para ello había sido dotada. Antes de emprender su viaje, redactó un escrito cuya copia obra en Secretaría en el que se establecen las tareas urgentes que es preciso realizar. Se habla de conferencias, de dos revistas, de reuniones con los intelectuales de la Casa de España y con los intelectuales cuya unidad se trata de fomentar, de establecer relaciones con las autoridades mexicanas e incluso con los antiguos medios españoles...
Los que en París quedamos, seguimos el trabajo emprendido logrando no pocas cosas. Continuamos nuestro fichero hasta las 5,000 fichas. Preparamos para Gamboa toda clase de listas para los embarques. Mantuvimos una correspondencia constante con los campos de concentración, infundiendo alientos y esperanzas. Hicimos un boletín que alcanzó general aceptación y sostuvo la moral de no pocos desgraciados compañeros en aquellos durísimos instantes. Realizamos toda clase de gestiones en América, alguna de ellas con buen éxito,como la campaña de prensa que con nuestra colaboración se realizó en la Argentina y que produjo no poca cantidad de dinero. Los elementos económicos necesarios para nuestro trabajo y subsistencia hubo que buscarlos. En parte, se obtuvieron por medio de una subvención del SERE, que hube de lograr después de una insistencia realmente ímproba y de la venta del resto de la edición de Sueño y mentira de Franco, aconsejada y facilitada por el mismo Picasso.
Pasó tiempo y tiempo sin que los que nos habíamos quedado en París recibiéramos noticias oficiales de los que partieron hacia México. En nuestra buhardilla de George V sosteníamos la lucha que pronto empezó a tomar caracteres arriesgados. Porque si ya desde el principio nuestra Junta Española tuvo que defender su existencia contra los ataques del grupo del Comité d'Accueil, después tuvo que esquivar reiterada y cuidadosamente las embestidas peligrosas que contra ella lanzaron el grupo de escritores capitaneados por Alberti y Corpus Barga, quienes basándose en no sé qué pretendidas convenciones con Bergamín que, según ellos, debía regresar muy pronto, trataban de suplantar nuestra institución. No ocurrió esto. Al contrario, por entonces fueron reclamados por Bergamín, desde México, los compañeros Gallegos e Imaz, quedándome yo solo en París, rodeado de enemigos y con la responsabilidad entera de la Junta. Me vi obligado a enfrentar entonces los más violentos ataques contra nuestra organización, de los que pude afortunadamente salir ileso, robusteciendo la existencia de nuestro organismo, que iba a ser absorbido en una combinación en la que se envolvía al mismo doctor Negrín.
Estalló la guerra. Ello frustró la salida de una buena expedición de intelectuales seleccionados por la Junta, que debía haberse embarcado en los primeros días de septiembre. Fueron suprimidos en absoluto todo los visados. La emigración quedaba prácticamente terminada. Comprendí entonces que no debía demorar mucho mi embarque, sintiendo que el trabajo me reclamaba aquí. Apuré la validez de mi pasaporte. Dejé en marcha una delegación de la Junta adscrita oficialmente al SERE, con su vida material resuelta y con la autoridad que le confería el hecho de ser ella la distribuidora de todos los auxilios a los intelectuales en Francia. Me embarqué, pues, a fines de octubre para México, con objeto de continuar aquí los trabajos que nos habíamos propuesto.
El cuadro que encontré a mi llegada no pudo ser más desolador. No se había realizado ninguna de las tareas anunciadas, no se había conseguido establecer ninguna clase de relaciones con la Casa de España, ni con la colonia ni las autoridades mexicanas. El propósito de unidad se había de tal manera volatilizado que hasta la misma Junta se encontraba profundamente dividida. No se había llevado a cabo ni una sola conferencia preparada por la Junta. No se había publicado ninguna revista, ni se pensaba hacerlo. Para salir del paso se había concedido una subvención a Taller, habiéndose adquirido por otra parte unas obras a unos cuantos escritores, creyendo justificar así el empleo de las cantidades recibidas para fines completamente distintos. Ninguna de esas iniciativas había sido sustituida por ninguna otra nueva. Se habían hecho algunos trabajos de secretaría de puertas adentro, mas ninguno de puertas afuera. Ah, sí. Se había alquilado esta casa en que nos encontramos.
Supe, con el consiguiente asombro, que aquí en México era fácil obtener los visados que en Europa eran totalmente imposibles. Tres meses hacía que la guerra había estallado. La Junta no había solicitado ni un solo visado para los compañeros que se encontraban en Europa en la más angustiosa de las situaciones y que tenían puestas sus esperanzas en los que se encontraban en México, tranquilos y sin el menor peligro, como tampoco había destacado ni un miembro a la llegada de los barcos colectivos de Europa, sobre todo del Sinaia, creando naturalmente un estado de espíritu desfavorable para la Junta. No pretendo hacer recaer la responsabilidad de todo eso sobre persona alguna, aunque sí afirmodesde luego que ninguna incumbe a aquellas personas que con su abnegación y nombre ilustre se prestaron a sostener nuestros propósitos.
Traté por mi parte de poner remedio en la media de mis posibilidades a tan lamentable situación. Propuse para empezar que se hicieran unas solicitudes de visados, logrando obtener sólo unos pocos porque desde entonces se fue dificultando su concesión, que no tardó en cerrarse por completo, pudiendo afirmarse que si no han venido a México algunos compañeros que se encontraban en Francia fue porque la Junta no pensó en ello, dando muestras de su carencia de espíritu colectivo. Propuse la redacción del manifiesto, que dado el estado de disgregación de la Junta presentó innúmeras dificultades. Por fin se hizo. Abordé también la cuestión de la revista,cuya salida exigió también diligencias sin cuento, porque cualquier iniciativa provocaba en el estado de sensibilidad interior de la Junta reacciones encontradas, y porque no dispuse de grandes ayudas. Baste decir que tuve yo mismo que hacer los paquetes, etcétera.
Por fin tocó el turno a la constitución de la Casa de la Cultura, que desgraciadamente no pude emprender antes por las complicaciones familiares que ustedes conocen. Al comenzar estas gestiones, juntamente con Imaz, nos encontramos con una situación imposible, un recelo casi general a la Junta, de tal manera que las gestiones realizadas demostraron que era preciso, si se quería obtener aquellos resultados de conjunto que habíamos apetecido desde un principio, plantear la constitución de la Casa de un modo absolutamente independiente. De otro modo, no podría lograrse sino agrupar un cierto número de personas representantes de un sector que se encuentra en abierta pugna con otros sectores de emigrados, lo cual era absolutamente contrario a nuestros propósitos. Nosotros habíamos decidido atacar en América a nuestros enemigos de España, crear un estado de espíritu nuevo correspondiente al altísimo sentido que encerraba nuestra guerra. Jamás pensamos dedicar nuestras actividades a luchar indefinidamente contra nuestros compañeros, empleando en ello un tiempo y unas energías que necesitábamos para ganar a nuestra causa a la opinión americana.
El estado de agresividad reinante es hoy tal que, por una desviación de lo que a mi juicio constituye el verdadero objeto de la lucha, yo mismo me he visto atacado, al promover estas cuestiones, de la manera más inesperada e incomprensible por parte de miembros de la Junta que, dando muestras de la misma carencia de espíritu colectivo que se ha observado otras veces, no han podido, se conoce, reprimir sus reacciones inmediatas y han arremetido contra mí personalmente, al mismo tiempo que contra la Junta, a la que no han vacilado en poner públicamente en ridículo, mostrando su incapacidad, desacreditándola una vez más como si ya no lo estuviera bastante.
Como consecuencia de estas gestiones, me ha sido dado ver que si el problema de la unidad relativa no es insoluble ni mucho menos, siempre que se aborde con buena voluntad y con perseverancia puesto que a pesar de todo la gente se dispone a formar parte de un organismo local que acepta parecidos principios de lucha a los que proclama la Junta, dentro de ésta, por razones incomprensibles y olvidando que lo importante no es la Junta ni los que la componen sino el problema español, se trata de hacer imposible esa unidad. Esto ha traído como consecuencia un estado pasional lamentable. Se ha pedido aquí para mí un voto de censura que, atribuyéndose una falsa representación de la Junta, se había tratado de darme en público. Se ha hecho alusión a mi mala fe y mi deslealtad. Se ha negado veracidad a mi testimonio así como al de Imaz, prefiriendo no sé qué cuentos de café. Bajo el pretexto de que la creación de una Casa semejante no es modo de continuar la lucha, se ha presentado la dimisión por algunos compañeros que pretenden, por lo visto, continuar la lucha con la misma intensidad con que la Junta la llevaba cuando llegué yo a México, y alguno de los cuales, al darse de baja en la Junta, se proponen darse de alta en el Ateneo, cuya insignificancia ha provocado su dimisión. El deseo de entendimiento que me ha aconsejado no responder a las muchas impertinencias que se me han dedicado, por estimar que el interés general así lo reclamaba, se ha interpretado quizá, según parece deducirse de ciertos intempestivos envalentonamientos, como miedo por mi parte a perder una situación. Tendré que recordar, señores, que durante la guerra fui uno de los raros españoles y digo raros porque supongo que habrá habido alguno más que, sin pedir nada en cambio, hizo cesión voluntaria y bajo escritura pública de todos los bienes que no había perdido al pueblo español y a su Gobierno republicano para la prosecución de la lucha, y precisamente de la lucha en América? Dando los últimos toques a tan hermoso cuadro, la carta de dimisión de Bergamín no vacila en referirse a mi mala verdad y a mi jesuitismo.
El resultado es que en estos instantes en que llegan a su fin los fondos, cuando nos encontramos en una situación crítica, hay varios compañeros que, después de haber puesto los medios más seguros para desprestigiar a la Junta entre los intelectuales emigrados, tratan de desolidarizarse de los demás lavándose las manos sobre lo que pueda ocurrir. Pretenden de este modo eludir su parte en las responsabilidades? No deja de ser curioso de todos modos que no sólo se sugiera sino que se afirme repetidamente que la retirada de la Junta obedece a razones de orden político. Contra este camuflaje con que se pretende encubrir un nuevo intento de división me levanto y me levantaré con toda energía. A nadie, y menos que a nadie a mí, se tratará de convencer de que cuando Bergamín no asiste deliberadamente a la sesión de la Junta en que se debía haber discutidola conducta a seguir por lo que se refiere a la constitución de la Casa, y escribe después, atribuyéndose una representación de la Junta que entonces no ostentaba, la carta que dirigió a León Felipe y Ramón Iglesia, está cumpliendo un acto político, de buena política, a no ser que entendamos por tal actividades que quedaron por completo condenadas en la guerra de España. Estamos en un momento demasiado grave de la historia. Nuestros compañeros en Francia y España se encuentran en una situación demasiado trágica para que aquí nos entretengamos en dar rienda suelta a nuestras pequeñas pasiones, disfrazándolas con caretas que han de traer consigo nuevas desgracias para todos y nueva incapacitación para el verdadero espíritu español. Ese modo de entender la lucha no es el lema que cuadra con el carácter colectivo con que la mayoría la entendemos. Y desde luego, anuncio que por mi parte haré cuanto sea preciso para impedir que prospere y se acredite una mala verdad tan disolvente como poco digna del pueblo español.
Ahora bien, cuál es el panorama que en el momento presente la Junta, inspirada por sus propósitos de siempre, tiene delante de sí? Cómo han evolucionado los acontecimientos? Han venido a dar o quitar razón a nuestros primeros puntos de vista, a facilitar o a impedir las actividades que nos habíamos propuesto? No hay duda de que en este terreno la situación de la Junta no puede ser más fuerte. Todas las previsiones se han cumplido con exceso. Hoy es evidente que el único lugar de lucha para nosotros es América y que nada había que hacer en Europa para los intelectuales españoles. Todas las posiciones contrarias a la de la Junta han ido desacreditándose una por una. La hipótesis de la existencia de un designio histórico que arrastra a lo español porque en América existe para él una función creadora de primer orden histórico que cumplir, ha ganado en verosimilitud material de un modo extraordinario. La civilización en Europa, si por tal entendemos una realidad viva cuya exigencia es la libertad individual y un sano espíritu de justicia y de razón, parece tender a penetrar, como se preveía, en una noche oscura. Aquí, en cambio, en América, las circunstancias muestran una clara tendencia a favorecer el éxito de nuestros propósitos, a robustecer nuestra posición contra la de nuestros enemigos. Cada vez parece menos arbitraria la afirmación de que nuestra simiente espiritual, la que en nosotros ha sazonado nuestro pueblo, se halla en perfecta relación con la que reclaman los países americanos, quienes se encuentran de repente desligados de Europa, de donde les llegaba gran parte de su espiritual alimento, viéndose obligados para seguir creciendo, roto el cordón umbilical, a encontrar en torno suyo los elementos necesarios para la creación de un medio humano superiormente civilizado. Un organismo como la Junta se encuentra, pues, ante un campo absolutamente favorable a su actuación y desenvolvimiento, y si, por una parte, en cuanto a su trabajo material, es grande su desprestigio, por otro, en cuanto a su visión intelectual, en cuanto a su estimación del instante histórico, se mantiene en situación privilegiada por ser el único organismo español que en este orden de actividades ha pisado siempre y sigue pisando tierra firme.
Los problemas fundamentales siguen en pie. Existe la posibilidad de extender al continente entero una acción creadoramente española, de formar focos de amigos nuestros por todas partes, de fomentar en ellos el nacimiento de una verdad españolamente humana, de convertirnos en pescadores de hombres, permítaseme esta poco jesuítica metáfora, pescadores responsables, conscientes, que saben lo que se pescan. La revista de la Junta desempeña una función de siembra y recuperación indiscutible. En resumen, si se compara nuestra situación con la que imperaba el día en que decidimos la creación de la Junta, el saldo favorable para el día presente es sumamente crecido. Los que hemos cambiado sin duda somos nosotros, nuestra fe en lo español, nuestra esperanza. Mientras en París decidíamos unánimamente crear la Junta para realizar lo que, aunque con dificultad, estamos realizando, aquí se ha afirmado en la última sesión que la única solución aceptable sería la liquidación de la Junta con el abandono consiguiente de la causa para la cual había sido constituida, y sin respeto hacia la confianza que en nosotros han depositado los altos prestigios españoles presentes y ausentes.
De ello se deduce que aquí existe sobre todo un fracaso, un fracaso rotundo, absoluto: el mío. Yo pensaba que sería capaz de infundir en torno mío un cierto estado de espíritu, crear en las personas que me rodean la misma alta pasión por los destinos del hombre y por el espiritualismo español que a mí me anima. Me veo obligado a confesar que si por mi actividad he logrado poner en marcha algunas pocas cosas, en lo capital he fracasado ruidosamente. Hasta la última reunión creí que aún había posibilidades de avance por el mismo camino. La última lamentable, lamentabilísima reunión me arrancó hasta la raíz de mis ilusiones. Mi fracaso no puede ser más total, puesto que hasta soy para algunas personas la causa inmediata del fracaso. Por tanto, la primera dimisión que debe ponerse sobre la mesa es la mía, mas no sin antes hacerles un llamamiento a ustedes, a su reconocida buena fe, a su honda condición española para que enfoquen los asuntos que hoy se plantean con la altura de miras y el olvido de todo egoísmo personal, de toda reacción de orden personal, que es lo menos que nuestro pueblo reclama.