Los lagos de México han sido sitios determinantes en la vida de miles de personas. No sólo porque sus aguas les han servido para efectuar diversas actividades económicas sino por ser fuente de preciados alimentos. A lo anterior se agrega la belleza natural y el papel que cumplen dentro del equilibrio ecológico. A tan maravillosos lugares se suman en este siglo magnas obras de ingeniería: las presas, que han servido para suministrar agua a los asentamientos humanos, irrigar extensas áreas agropecuarias, generar energía y controlar las crecientes de ríos y así evitar inundaciones. Su importancia se expresa en la producción de miles de toneladas anuales de diversas especies piscícolas, en la generación de la energía que utiliza la tercera parte de los habitantes del país, en millones de hectáreas cultivadas y en el agua potable que abastece a un 20 por ciento de la población nacional.
A diferencia de Europa donde las actividades humanas surgieron a la orilla de los ríos, en nuestro país se gestaron en torno a los lagos. Así ocurrió en el Valle de México o en Michoacán. Se nos ha olvidado que un inmenso lago proporcionó durante siglos alimento y medios de subsistencia a decenas de miles de habitantes de la cuenca donde hoy reina el asfalto; que en Michoacán (lugar de peces), los de Pátzcuaro, Cuitzeo y otros más fueron claves para el desarrollo de la cultura purépecha, al igual que los humedales del Golfo lo fueron para la olmeca, nahua y chontal, y los cenotes para la maya en Yucatán.
Hoy, tanto los cuerpos de agua naturales como los creados por el hombre sufren numerosos desajustes ambientales a la par que la sobreexplotación de los recursos que poseen. Son problemas que también afectan a las principales cuencas hidrográficas, convertidas en basurero de asentamientos humanos e industrias. Parecería que en México no existe el conocimiento científico y ténico suficiente para evitar el deterioro de lagos y presas y de las 300 cuencas hidrográficas de que disponemos; que se sabe poco de ellos, de su situación actual y su futuro. Pese a la falta de estudios puntuales en muchos casos, lo cierto es que hay información proveniente de los centros de investigación y de los organismos oficiales que muestran, a veces con precisión extrema, las características fisicoquímicas y biológicas, su función en la conservación del medio y algo no menos importante: la forma de armonizar el uso de los recursos con un desarrollo sostenido de los mismos y en beneficio de la población.
Precisamente una muestra de lo que se ha avanzado en la materia son los 18 trabajos elaborados por 35 especialistas pertenecientes a nuestros centros de investigación y al sector público y que lograron reunirse en forma de libro (Lagos y presas de México, lleva por título) gracias a la paciente labor de dos conocedores del tema: los maestros Guadalupe de la Lanza Espino y José Luis García Calderón. Ambos estudiosos advierten cómo la vida de un cuerpo de agua es efímera y limitada por los cambios y alteraciones en las condiciones climáticas y geológicas. Cómo influye su ubicación geográfica, la forma del vaso lacustre, la profundidad y claridad del agua, la composición química, los elementos vinculados con el proceso de fotosíntesis, la capacidad de producir alimento y oxígeno, a lo que se agrega el aporte de nutrientes procedentes de la disolución de algunas rocas o de la descomposición de los vegetales. En fin, una serie de factores que permiten la presencia de, por ejemplo, un mayor número de especies acuáticas.
En México contamos con un verdadero mosaico de lagos y presas. Unos son de origen volcánico o tectónico-volcánico; otros, alimentados por sistemas de agua como Chapala. Hay hasta lagos muertos, como el de Zacapu, en Michoacán, o Minas de Santa Bárbara y San Simeón, en Tlaxcala. En cuanto a las presas, que suman más de dos mil, las hay de dimensiones enormes, verdaderos monumentos de la ingeniería, hasta pequeños embalses con posibilidades acuícolas. Sin embargo, la inmensa mayoría se encuentra en un proceso acelerado de envejecimiento por las descargas de aguas residuales, industriales y domésticas, por el deterioro de las cuencas hidrográficas y otros factores más. Lo negativo que sucede no se debe, como explican bien De la Lanza y Calderón, al devenir geológico sino a la acción humana. Un mal entendido desarrollo, el crecimiento de la población, entre otros elementos, se expresan en un ataque sistemático a los lagos, ríos y presas, al grado que su deterioro es constante y acelerado. Los cambios que registraban en milenios, ahora se presentan en unos cuantos años.
No sólo se trata de la pérdida de la capacidad de embalse (Chapala perdió ya la mitad) sino también de la elevada contaminación por diversas sustancias, algunas tóxicas, que matan desde peces hasta aves migratorias, como ocurrió en Guanajuato hace poco más de un año. Esta pérdida del patrimonio natural del país, revela la falta de una estrategia sensata sobre recursos que, bien manejados, contribuyen al bienestar de la población y a un ambiente sano.
Ahora que por doquier se advierte la falta de agua, y se anuncian medidas para evitar lo peor, es oportuno exigir una política que detenga la destrucción de los lagos y las presas. En esa tarea, los trabajos que integran el libro arriba citado y que mañana se presentará en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, son una contribución de primer orden para la ciudadanía; y en no menor medida, para los funcionarios que toman decisiones en los aspectos agrícola, ambiental, industrial y social, y que con frecuencia hacen todo lo contrario de lo que dicta el bien común.