José Blanco
La dimensión estulta

El mundo como nunca se volvió plural y diverso. Casi infinitamente diverso. Tanto, que cada quien es uno. La ideología y sobre todo la moral, se volvieron enteramente subjetivas; cada uno, la propia: ``somos todos diferentes, no hay problema'', decimos con orgullo posmoderno. Pero es tan seria la dificultad que ello entraña, que la comunicación y sus sentidos y posibilidades pasaron a ocupar espacios de gran centralidad en algunas filosofías contemporáneas (Habermas).

Los variedad de los discursos, de los símbolos y de los códigos se multiplicaron al infinito. Y, por supuesto, la decodificación, sin la cual la comunicación es imposible, parece a cada paso requerir de una experticia para la que no hay muchos expertos.

El discurrir cotidiano en todas las esferas las públicas y las privadas está atestado de expresiones y giros expletivos, dejando espacios a veces imperceptibles a lo sustantivo: tanta morralla cantinflera procedente de la nueva libertad de los modernos tan diversos, algo encubre, debiera concluirse.

Quizá uno de esos enigmas que intenta embozarse con algo de altanería y desparpajo tras tanta morralla, reivindicado además como portador de los mismos títulos y derechos igualitarios que el de cualquier otro, se llama estulticia.

Véase esta reflexión de Keynes y preguntémonos si este brillante lord era sólo un ingenuo incurable, o si el peso de la estupidez de nuestros días hace imposible lo que para el fellow de King's College era limpia y llana lógica. Lo recordaba no hace mucho Ramón Jáuregui, secretario del Partido Socialista de Euskadi. En Las posibilidades económicas de nuestros nietos (1930), Keynes afirmaba en tono profético que el permanente progreso técnico, causa del ``paro tecnológico'', sería sólo una ``fase temporal de desajuste''. Para Keynes, el sentido real del paro tecnológico, oh sorpresa, significaba ``que la humanidad está resolviendo su problema económico'', lo cual ocurriría en alrededor de un siglo (contado a partir de 1930). ``Así, por primera vez desde su creación, el hombre se enfrentará con su problema real y permanente: cómo usar su libertad respecto de los afanes económicos acuciantes, cómo ocupar el ocio que la ciencia y el interés compuesto les habrán ganado, para vivir sabia y agradablemente bien. Turnos de tres horas... pueden eliminar el problema por mucho tiempo''. Como dice el propio Jáuregui, ``se trata de trabajar mejor y trabajar más socialmente hablando, que es lo que importa; es decir distribuir más equilibradamente el trabajo disponible. Pero sobre todo, de trabajar y vivir de otra manera, que ha de hacer tanto el trabajo como el tiempo libre más intensos y productivos y mejor interconectados.'' No lo dudo: todo esto suena a grave desvarío, a impertinente chaladura. Así puede decírnoslo al oído o gritado a los cuatro vientos, la estupidez de nuestros días.

Una lectura solazada de Fernando Savater del Allegro ma non troppo de Carlo Cipolla, remata en un hallazgo: favor de no confundir a los estúpidos con los tontos, dice el profesor italiano. Las personas de pocas luces intelectuales pueden también ser estúpidos, pero su escasa brillantez los hace inocuos. ``Lo verdaderamente alarmante es que un premio Nobel o un destacado ingeniero pueden ser estúpidos hasta el tuétano a pesar de su competencia profesional. La estupidez es una categoría moral, no una calificación intelectual...''. Según Cipolla, pueden establecerse cuatro de tales categorías: ``primero están los buenos (o, si se prefiere, los sabios) cuyas acciones logran ventajas para sí mismos y también para los demás; después vienen los incautos, que pretenden obtener ventajas para sí mismos pero en realidad lo que hacen es proporcionárselas a los otros; más abajo quedan los malos, que obtienen beneficios a costa del daño de otros; y por último están los estúpidos que, pretendan ser buenos o malos, lo único que consiguen a fin de cuentas es perjuicios tanto para ellos como para los demás''. Anatole France había dicho: el estúpido es peor que el malo, porque el malo descansa de vez en cuando pero el estúpido jamás. Y según Nietzsche los estúpidos a menudo se vuelven maliciosos; dice: ``A las objeciones del adversario frente a las cuales se siente demasiado débil nuestra cabeza, responde nuestro corazón haciendo aparecer sospechosos los motivos de las objeciones''. Cuando falla nuestra argumentación o nuestra comprensión dice sarcástico Savater, ``recurrimos al proceso de intenciones y de ahí al proceso tout court si tenemos vara alta con los poderes gubernamentales''. Habrá que tomarse en serio lo que en su Historia de la estupidez humana Paul Tabori nos recuerda que Schiller dijo sobre la estupidez: ``aún los dioses luchan en vano en contra de ella''.

Convengamos: nuestros días no pueden ser explicados por tan inquietante enigma: pero ayuda.