Jacqueline Peschard
La contundencia de un discurso

Al comparecer ante la ARDF para rendir su informe sobre las labores de la Comisión de Derechos Humanos del DF (CDHDF), su titular, Luis de la Barreda, aprovechó la ocasión para hacer señalamientos puntuales sobre la iniciativa de reformas penales que el Ejecutivo enviara al Congreso el pasado 18 de marzo. Lo más sorprendente no fue que hiciera referencia a la Ley de Seguridad Pública, sino el tono directo y contundente con el que criticó diversos puntos del ordenamiento legal que cuenta ya con la aprobación del Senado de la República.

Aunque la CDHDF sólo tiene facultades para hacer recomendaciones a instancias gubernamentales, es una dependencia con reconocida autoridad moral, lo cual permite que sus señalamientos tengan un impacto no sólo sobre la opinión pública, sino sobre los propios funcionarios gubernamentales. De hecho, a partir de la comparecencia, el debate sobre la ley en cuestión se detuvo en las Comisiones de Justicia y Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados a instancias de grupos del propio PRI.

Después de afirmar que Òsi el crecimiento de la delincuencia en la ciudad es alarmante, lo es aún más la poca eficacia en la prevención y persecución de los delitos''. Luis de la Barreda criticó los puntos centrales de la nueva disposición normativa en unos casos por ambigüedades e imprecisiones de la ley, pero en otros por tratarse de verdaderos absurdos, cuando no de medidas que dejaban libre el paso para actos arbitrarios de los funcionarios públicos. Me detengo en algunas:

De la Barreda se pronunció en contra de la militarización de la seguridad pública, es decir, en contra de que el Ejército y la Armada reciban nuevas facultades para colaborar con las policías cuando las autoridades lo consideren conveniente. Es evidente que pensar en una ley que deje abierta la posibilidad de convocar a los militares para enfrentar la creciente delincuencia organizada en la ciudad habla de un reconocimiento implícito de la incapacidad de los cuerpos policiacos para combatirla eficazmente, pero lo más grave es que también lleva implícito un mensaje de falta de confianza en la acción de la ley. El endurecimiento del ambiente puede generar mayor temor en la sociedad, no mayor seguridad.

A ello mismo se refirió De la Barreda cuando se manifestó en contra de reducir la edad penal a los 16 años, no porque no deba sancionarse a los que cometan ilícitos a esa edad, sino porque mezclarlos con delincuentes adultos es meterlos fatalmente en un circuito en el que están en desventaja, y del que pueden no salir nunca. En este sentido, el titular de la CDHDF señaló que no es la dureza de la sanción, sino la seguridad de que un delito se va a castigar lo que disuade a los delincuentes. Y es que, en efecto, hay un alto porcentaje de presuntos delincuentes que jamás son sometidos a juicio, por deficiencias en la aplicación de la ley.

Aunque en otro nivel de importancia, calificó de absurdas las medidas para enfrentar el robo con violencia y los secuestros. La iniciativa de ley propone castigar este tipo de robo con una pena superior a la del homicidio, abriendo así la posibilidad de que el asaltante prefiera optar por el acto que merece un castigo menor. La ley dispone penalizar no sólo a los secuestradores, sino a los secuestrados que no denuncien el hecho, aun cuando ello vaya en contra de la seguridad del plagiado.

Otro tipo de crítica fue la que merecieron medidas atinadas, pero que requieren de precisión, tales como la reglamentación sobre intervenciones telefónicas que faculta a secretarios de Estado para echar mano de ellas, sin que esté claro durante cuánto tiempo y el tipo de castigo al que se haría acreedor quien utilizara mal dicho instrumento. En el mismo sentido, consideró apropiado ampliar el criterio de Òflagrancia'', pero no sin definiciones claras, pues la ley solamente dice algo absurdo como que se puede invocar delito flagrante hasta 72 horas después de cometido el ilícito. Ante sus severos pronunciamientos, De la Barreda propuso tres medidas sin las cuales no tendrá éxito ningún endurecimiento de la normatividad en contra del crimen organizado: asignar recursos suficientes a las dependencias encargadas de prevenir y perseguir el delito; profesionalizar a las policías y a los miembros de los MP, y combatir los factores sociales que son los que generan la delincuencia. Todas ellas medidas de mediano y largo plazos.

Los alarmantes niveles de violencia e inseguridad movieron al gobierno a proponer una ley para endurecer los castigos como vía para frenar el delito. No cabe duda que se trata de una medida urgente y desesperada, sin embargo, ello no justifica la premura con la que fue aprobada en el Senado. Tampoco puede argumentarse a favor, como lo hicieron los senadores del PRI y el PAN, el hecho de que estas medidas se hayan aplicado en países de democracias estables; el problema en el nuestro es que lo que ha imperado es la impunidad, como dijera De la Barreda.

La falta de un marco legal que se aplique regular y uniformemente hace que no existan garantías de que las nuevas disposiciones penales sirvan para proteger a los ciudadanos, y no para aumentar los márgenes de maniobra de algunas autoridades.