Cada vez que el gobierno mexicano alza la voz para tratar de impedir que un connacional sea ejecutado en Estados Unidos siento orgullo por mi país. Y no es que nuestra diplomacia actúe en forma desusada ni heróica; es lo menos que se debe hacer. Deben, porque la mayoría, si no es que la totalidad de los hasta ahora ejecutados o en espera de serlo, han migrado, más que por voluntad propia, porque sus tierras abandonadas y secas los han obligado a buscar sustento como empleados allende la frontera. Elevan también nuestros diplomáticos la voz así lo supongo, porque el compromiso con sus ciudadanos nunca debe agotarse. A la vez, es probable que la protesta también indique desacuerdo con la pena de muerte; tan aborrecible y medieval es el acto, que condenarlo, es lo menos que puede hacer cualquier nación. Finalmente, estoy convencido de que nuestros dirigentes gubernamentales conocen bien los textos que demuestran que la pena de marras no es el camino para disminuir ninguna forma de criminalidad ni para impedir que posibles homicidas se conviertan en tales.
Qué mejor que citar a una autora mexicana (Juliana González, El Ethos, destino del Hombre, FCE/UNAM, 1996): ``Hay muchas razones, históricas, jurídicas, psicológicas, estadísticas, que se han argumentado y han de seguirse argumentando en contra de la pena de muerte; que no está demostrada su ejemplaridad; que siempre cabe la posibilidad del error judicial; que la cadena perpetua es suficiente para proteger a la sociedad; que hay profundas desigualdades e injusticias, generalmente de orden económico en su aplicación; que en vez de evitar el crimen, en muchos sentidos invita a él... que su aplicación es casi siempre azarosa y por ello mismo siniestra''. Todo político promotor de la pena de muerte encontrará el texto en librerías.
La suma de las consideraciones anteriores otorgan alguna ventaja tan sólo en el papel a la justicia mexicana cuando se le compara con la de nuestros vecinos del Norte. En Estados Unidos, la Institución denominada pena de muerte, ha hecho que el asesinato de una persona sea legal, pues cuenta con la anuencia escrita del gobierno y con la coparticipación de la ciudadanía. En cambio, hasta ahora, en México, las matanzas son ilegales. De ahí que la perilustre justicia estadunidense pueda utilizar la mass media para informar abierta y oportunamente del próximo asesinato, mientras que en México son los misteriosos videos y la prensa independiente quienes informan que en Morelos, Guerrero o Chiapas fueron asesinados ``algunos'' mexicanos. Incomensurables diferencias: la civilización y modernidad de los primeros favorece la muerte ``como ejemplo'' en contraposición con los homicidios (aún) no oficializados de un país tercermundista.
A pesar de los lícito de las muertes en la tierra de Washington y Lincoln, y de lo ilícito de los asesinatos en nuestra nación, y con el afán de la transparencia y la coherencia, debemos admitir, sin embargo, que la justicia en Estados Unidos funciona mejor que en la mayoría de los países subdesarrollados, incluido México. Son precisamente las ambigedades, incoherencias e insanidades de nuestro sistema justiciero lo que alarma: instrumentar la pena de muerte o la reducción de la edad penal en tierras tan endebles promovería acercamientos con tendencias ultraderechistas. Es por eso que al criticar a quienes promueven la pena de muerte, Luis de la Barreda, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal aseveró que ''...el Estado no puede asumir una actitud de venganza pues carece de legitimidad para aniquilar la vida de un ser humano; hacerlo sería ponerse al nivel de los delincuentes''.
Tan incompleto y cuestionable es el sistema de justicia en México como inhumanas y opresivas las diferencias económicas entre los segmentos de la población. Justicia y riqueza les pertenecen a las élites sociales o políticas que nunca confrontarán la aflicción de considerar a sus vástagos menores de 18 años como delincuentes o su propia persona como candidato a la pena de muerte. Colofón: la élite no requiere pensar en tales eventualidades. En cambio, las grandes mayorías, huéspedes de todas las injusticias, encontrarán en el tormento multialudido una nueva ignominia. Lo imperativo es no acostumbrarnos a tan profundas incoherencias.
Al unísono el gobierno mexicano critica la aplicación de la pena de muerte a mexicanos expatriados por su propia tierra, mientras que fortalece en casa su aplicación. Las incongruencias favorecen la confusión: no se pueden esgrimir argumentos distintos para un mismo problema. Es menester explicar posturas distantes e indispensable la verosimilitud ante problemas sociales tan ingentes. La idea de aplicar la pena de muerte debe hacer audibles las voces de la razón.