En nuestro país, de precaria tradición democrática, ha habido numerosas reformas a la legislación constitucional y secundaria relacionada con asuntos electorales, en busca del perfeccionamiento de las libertades civiles y de la vida política. Tales cambios se han dado sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo. Es el caso del otorgamiento del voto activo y pasivo a la mujer (harto tardío), del establecimiento del sistema de diputados de partido, que abrió el camino a la representación minoritaria, del derecho al voto desde la edad de l8 años, de la ambiciosa reforma política (que lo fue sólo en la medida en que la reforma electoral es parte de ella) concebida e impulsada por don Jesús Reyes Heroles, hasta llegar a la reforma salinista en que la oposición, concretamente el PAN, desaprovechó la oportunidad de lograr un mayor avance democrático.
Sobra decir que ninguna de esas reformas ha sido gratuita, obra sólo de la cavilación gubernamental. Tras el tejido de cada una de ellas ha habido mucho cardar la lana por parte de las fuerzas sociales (o de la hegeliana sociedad civil, como sumariamente se dice de un tiempo a la fecha), muchas contiendas desgarradoras cuyo costo político tuvo que ser tomado en cuenta en el regateo de las concesiones a la democracia. Y si los afanes reformistas en esta materia fructificaron en las décadas recientes, es porque la sociedad transitó de la fisonomía rural a la urbana, maduró aun en el marco de sus desequilibrios e hizo subir de punto sus exigencias. Así ha sido, así es y así será.
Desde su llegada al poder, el presidente Ernesto Zedillo se comprometió a impulsar la reforma del Estado y la modernización del sistema político en el sentido de la agenda de los consejeros ciudadanos y el seminario del Castillo de Chapultepec, entre otros proponentes. Se pensó que la reforma electoral, llamada definitiva, podría quedar concluida un año antes de los procesos electorales que se iniciarán en los primeros días de noviembre para los comicios del año entrante. No fue posible. Pese a la reconocida habilidad política (negociadora) de Emilio Chuayffet, las discusiones en la mesa de Bucareli se trababan o se estancaban de plano una y otra vez, y así transcurrieron más de cuatro meses. Pero después de varias crisis, malententendidos y rupturas entre los participantes, el lunes pasado se anunciaron al fin los acuerdos alcanzados por los representantes gubernamentales y de tres de los partidos convocados (el PAN fue una ausencia lamentable pero elocuente), partidos que, al decir de Santiago Oñate, representan al 70 por ciento del electorado.
Son tantos y tan importantes los acuerdos de Bucareli en materia electoral, que merecen ser examinados con detenimiento lo mismo en cuanto al contenido de cada uno que en cuanto a la lógica que los engloba orgánicamente. Pero, de entrada y sin taxativas, quien viva en el Distrito Federal no puede dejar de felicitarse por el acordado reconocimiento de la mayoría de edad y la recuperación del derecho a elegir gobernantes. En otro orden, debe admitirse que, en general, se tiende a preparar un mejor clima para las elecciones venideras. En lo que a mí hace, no me sonroja apoyar la idea de acabar de una vez con la afiliación política corporativa de los trabajadores, o el voto a los mexicanos que residen en el extranjero, o la incorporación de las figuras de plebiscito y referéndum, definiéndolos conceptualmente ante la falta de una diferenciación unívoca, y de iniciativa popular para la formación de las leyes. (Llegado el caso, apoyaría al PAN en su propuesta de referéndum derogatorio, parcial o total, es decir, el derecho a impugnar las leyes por ese medio.)Sobre varios asuntos relevantes no hay acuerdo aún, y faltaría elaborar, discutir (esperemos que para bien) y aprobar la iniciativa de reforma electoral, cosa que ya no sucederá en el actual periodo de sesiones. Pero es plausible y comprometedora la forma en que concluyó la fase de Bucareli, y esto debe aceptarse siempre con espíritu crítico pero sin ruindades o cicaterías, porque corresponde a la clase de noticias que permiten respirar en medio del a menudo forzoso pero deprimente esmog informativo.