DETENER LA BARBARIE

La opinión pública internacional fue conmocionada ayer por dos cruentos actos de barbarie: el bombardeo de un campamento de cascos azules de la ONU (Finul) repleto de civiles, en el norte de Líbano, por parte del ejército israelí, y un atentado terrorista perpetrado en El Cairo en contra de turistas griegos, atribuido a un grupo fundamentalista islámico.

Estos hechos, que deben suscitar una condena mundial enérgica e inequívoca, ponen de manifiesto que la violencia y la guerra en Medio Oriente conforman un círculo vicioso que no ha sido desactivado, y que el proceso de paz árabe-israelí cuyo mayor éxito ha sido el establecimiento de la Autoridad Nacional Palestina en territorios ocupados de Cisjordania y Gaza se enfrenta a obstáculos de enorme magnitud.

Se evidencia, también, que la confrontación entre el gobierno de Israel y las bandas integristas respaldadas por los gobiernos de Irán y Siria obedece a una guerra entre las tendencias más extremistas de ambos bandos: hay sectores, tanto en Israel como en las naciones árabes, que pretenden revivir las guerras entre aquél y éstas.

Aunque ello no elimina la responsabilidad del gobierno de Tel Aviv en la matanza de civiles en Cana, el ataque contra el campamento de la ONU fue, a todas luces, una acción que escapó del control de los máximos dirigentes israelíes, un operativo que deja traslucir la existencia de disensos y hasta fracturas en los mandos castrenses, y acaso haya sido también una provocación para atizar el conflicto. Así lo sugiere el hecho probado de que los artilleros de Israel sabían que no estaban bombardeando una posición de Hezbollah, sino un campamento de la ONU que albergaba a cientos de civiles, y la declaración del primer ministro Shimon Peres en el sentido de que fue ``un error muy grave''. Atrapado entre la necesidad de consolidar el proceso de paz con los palestinos y las críticas de la derecha y la ultraderecha de su país sectores de los que salió el asesino de Yitzhak Rabin, el gobierno de Peres había venido respondiendo con una violencia desproporcionada a los ataques criminales lanzados por Hezbollah hacia Galilea. Tales ataques y las represalias de Tel Aviv generaron, así, un clima propicio para una matanza como la perpetrada ayer por las fuerzas israelíes.

El episodio constituye un revés muy grave para Tel Aviv, tanto en materia de imagen internacional como en el terreno moral: no debe olvidarse que la invasión a Líbano de 1982 y, en particular, las matanzas de Sabra y de Chatila generó en la sociedad israelí una vasta desmoralización que culminó con la renuncia de Menajem Beguin a la jefatura del gobierno, y cuyos efectos aún se resienten. Por su génesis y por su historia, el Estado judío no puede permitirse el tener unas fuerzas armadas homicidas.

La diplomacia internacional, y especialmente el Consejo de Seguridad de la ONU, también tienen su parte de responsabilidad, ante la inacción que han venido mostrando desde que se inició en Líbano la más reciente escalada de bombardeos y contrabombardeos entre Hezbollah y el ejército de Israel. La apresurada y mal organizada reunión cumbre contra el terrorismo, realizada recientemente en El Cairo, si bien condenó en términos atinados y enérgicos el terrorismo de los fundamentalistas y de quienes los respaldan, persistió en la renuencia de las principales potencias mundiales, empezando por Estados Unidos, a condenar a Israel por los excesos de violencia de sus fuerzas armadas. La doble moral de Washington se expresa con nitidez si se contrasta los severos castigos y las condenas contra el gobierno de La Habana, cuando dos avionetas de anticastristas fueron derribadas por la fuerza aérea cubana, y la tibia ``preocupación'' y ``consternación'' que manifiesta Clinton, ahora que los soldados de Israel matan a un centenar de civiles inocentes.

Las situaciones que desembocaron en la matanza de Cana, son más accesibles al análisis que las turbias motivaciones de los asesinos de turistas en El Cairo, porque las primeras, al menos parcialmente, pueden rastrearse en los sucesos políticos de un Estado y las segundas pertenecen, más bien, al ámbito de los pactos clandestinos e inconfesables entre las bandas de fanáticos terroristas y gobiernos que instrumentan para sus propios intereses los fermentos sociales y religiosos de los sectores marginados del mundo árabe. Ello no salva a tal atentado criminal, a sus autores materiales e intelectuales y a sus cómplices secretos, de la condena y el repudio más enérgicos.

Los pueblos de Medio Oriente merecen paz y seguridad. Los intolerantes, los asesinos y los partidarios de la muerte deben ser rechazados por las sociedades de la región y del mundo, y perseguidos y castigados por las autoridades correspondientes.