Más allá de ciertos avances significativos, los acuerdos recién logrados para una nueva reforma electoral distan de culminar la cada vez más urgente transición de México a la democracia.
Primero, porque en el propio terreno electoral tales acuerdos todavía no garantizan elecciones realmente limpias y equitativas. Segundo, porque no aceleran en cierto modo posponen la indispensable reforma del Estado, para no hablar de la reforma del poder prometida por Luis Donaldo Colosio, poco antes de su brutal asesinato. Tercero, y en resumen, porque esos acuerdos se afincan en un concepto viejo y superficial de la democracia. Un concepto que presenta a ésta en forma separada a la cuestión de la soberanía, entre otras fallas.
Como todo, también la soberanía y la democracia requieren renovarse en esta época de tantas fracturas y sacudimientos. Si además de renovarlas se las concibe como las dos caras de una misma moneda, tal vez encontraremos el eslabón perdido en la ya tortuosa transición de México. Sin una soberanía abierta ante los imperativos legítimos de la globalización pero enraizada en el pueblo, México podrá transitar a muchos lugares, más no al de una democracia profunda: síntesis de las llamadas democracia formal y real; democracia procesal y a la vez sustantiva; atenta al cómo y al quién decide, pero también al qué se decide y con qué consecuencias.
Dicho de otro modo, mientras México continúe abriéndose a todo tipo de imperativos y aun caprichos del exterior, notablemente de Estados Unidos; mientras continúe delegando decisiones esenciales en una minoría más bien enraizada en ``alianzas estratégicas'' con sus contrapartes extranjeras, allí podrá hablarse de todo, menos de democracia. A lo sumo, se transitará a una democracia tan artificial como tutelada.
El reverso de la moneda es igualmente trágico. Mientras más se retrase el tránsito a una democracia profunda, más se perderá soberanía. Qué otra cosa si no la falta de democracia puede explicar la toma de decisiones claramente contrarias al interés de México? Es decir, decisiones como la ya dramática sangría de recursos para pagar ora la deuda externa ora las regalías de un capital extranjero más y más especulativo, ora la fuga de un capital nacional más y más desnacionalizado. O decisiones con claras implicaciones para la mismísima seguridad nacional: desde la privatización/extranjerización de las comunicaciones, los puertos y la petroquímica, hasta el creciente acercamiento de los ejércitos de EU y México, sea para combatir el narcotráfico o bien para capacitar a su personal.
Decisiones como esas jamás serían tomadas si en México hubiera una real democracia. Más bien se toman, y de manera impune, porque ni siquiera contamos con mecanismos eficaces para que los gobernantes rindan cuentas de sus actos, y paguen las consecuencias. Transitar, entonces, a una democracia auténtica es una condición clave para no seguir perdiendo soberanía.
A su vez, recuperar soberanía y revigorizarla es el requisito número uno no sólo para la democracia en México sino para una globalización alternativa, democratizante. Es decir, para edificar un mundo deveras nuevo cuyo derrotero sea trazado desde abajo, donde habitan las mayorías, o por lo menos, con el concurso de todos, incluidos los marginados lo mismo en el Bronx que en La Realidad.
Una muestra de que sí es posible hacerlo la encontramos en Chiapas, ahora mismo. A contracorriente de lo proyectado por las élites del Primer Mundo sepultar la soberanía (de las naciones débiles) y promover una democracia tan hueca como aislada es el EZLN quien le puso cascabel al gato. Es quien se acordó de la indisoluble relación entre democracia y soberanía.
Para examinar esa relación estratégica, los marginados dentro de los marginados organizaron una Mesa especial en su actual diálogo con el gobierno mexicano. El mismo que insiste en reducir la cuestión de la democracia a reformas y más reformas de corte electoral.