Primitivo Rodríguez Oceguera
Nuestra deuda con los emigrantes

Los emigrantes han sido en los últimos decenios un factor altamente positivo en el desarrollo de México. Gracias a ellas y ellos el país ha recibido una importante infusión de divisas para impulsar el crecimiento económico o sortear crisis como la que padecemos. A la vez, con los fondos que llegan del Norte, un porcentaje relevante de familias y comunidades han sobrevivido a la falta de empleo e ingreso.

Según cálculos recientes, los emigrantes envían anualmente entre tres mil y cinco mil millones de dólares. Cantidad similar a la que se obtiene de la industria maquiladora o del turismo. Con todo, el beneficio económico que producen esos dólares es superior al de ambas.

Sin mediación de burocracias, el dinero de los emigrados llega a quienes más lo necesitan y mejor lo gastan, invierten y ahorran. Además, México recibe los miles de millones de dólares sin detrimento alguno para la ecología y la infraestructura. Las remesas tampoco vienen con las onerosas exigencias que imponen a sus préstamos organismos financieros internacionales y el gobierno de Estados Unidos.

El beneficio que los trabajadores en el exterior hacen al país no se reduce a la economía. La cultura acompaña su peregrinar. En ciudades y campos de Norteamérica, el español y las lenguas indígenas llegan a la par que la mano de obra. Lo mismo sucede con la cocina, el deporte, la música, el arte, la religión y las fiestas patrias.

El mayor y más trascendente programa de intercambio cultural con Estados Unidos lo llevan a cabo mujeres y hombres de prácticamente todas las regiones de México. De Florida a Washington y de California a New Hampshire, las comunidades y barrios de trabajadores mexicanos se unen a la población mexicano-estadunidense, puertorriqueña y al resto de la latina para darle a Estados Unidos el más fresco aliento cultural y la más promisoria fusión de razas.

Por contribuciones como las mencionadas, los emigrantes merecen el reconocimiento que aún no les hemos otorgado. Ciertamente el gobierno creó en los últimos años diversos programas de protección y apoyo. Los servicios consulares han mejorado de forma sustantiva. A la vez, ha crecido la demanda ciudadana por la defensa del emigrante y han ido en aumento las organizaciones sociales que luchan por sus derechos. Sin embargo, no existe todavía correspondencia entre lo que nuestros compatriotas hacen por México y lo que gobierno y sociedad hacemos por ellas y ellos.

Deberíamos tener avenidas y monumentos para celebrar su dignidad y servicio a la patria. La historia del pueblo mexicano que tuvo que abandonar su tierra en búsqueda de un mejor futuro, derribando menosprecio y abuso, tendría que formar parte de la enseñanza básica en las escuelas. Y si bien no hemos logrado que Estados Unidos deje de violar derechos y dignidad del inmigrante, sí tenemos la obligación de evitar que tal injusticia siga teniendo lugar aquí en su país.

Es necesario fortalecer los programas de apoyo, sobre todo en las áreas de la organización laboral y la de programas de inversión y crédito. También habría que desarrollar una estrategia para llevar ante las cortes norteamericanas los repetidos casos de violación generalizada de derechos civiles, fiscales, humanos y laborales del inmigrante.

Una de las mayores deudas que tenemos con las ciudadanas y ciudadanos mexicanos que viven en el extranjero es reconocerles su derecho al voto. La complejidad y riesgos que implica el hacerlo, no pueden negar el ejercicio de un derecho fundamental a su dignidad y la de México.

No obstante el valioso beneficio que recibe de los emigrantes, el país no puede soportar en el largo plazo la dramática hemorragia de recursos humanos tan necesarios para un sano desarrollo y vida democrática. De ahí que la política migratoria más sabia que debemos impulsar sea hacer de México el hogar de oportunidad y equidad por el que hace ya rato han luchado hombres y mujeres aquí y en tierras ajenas.