La información publicada sobre los acuerdos preliminares logrados por el PRI, PRD y PT en torno a la reforma del sistema electoral nacional es insuficiente para analizar en detalle el contenido de lo que será sometido a aprobación en el Congreso. A pesar de esta limitación, podemos decir que es un paso hacia adelante en la construcción de estructuras y procesos electorales más limpios y creíbles, dada la exclusión del gobierno y los legisladores de los órganos electorales, el nombramiento de los consejeros del IFE y los magistrados del Tribunal Federal Electoral por una mayoría calificada del Congreso, y el establecimiento de condiciones de financiamiento y publicidad más equitativas en las campañas.
Otros aspectos importantes son: la eliminación de la afiliación forzosa y corporativa de las organizaciones sociales y sus militantes a un partido, lo que permitiría la descorporativización de los sectores populares al PRI-gobierno, el cual se sustenta sobre esta práctica antidemocrática; y la introducción del referendo, el plebiscito y la iniciativa popular, que abren espacios de participación democrática directa a la ciudadanía.
El crédito de estos avances hay que dárselo a las fuerzas democráticas (partidistas o no) que han exigido tercamente desde hace años la democratización del país; no es un regalo del partido de Estado y su gobierno, que ante su profunda crisis de descomposición tienen que dar algo para no perderlo todo. Pero los cambios no están aún legalizados.
El gobierno mantiene públicamente importantes reservas sobre los acuerdos y el PAN los critica, lo que mantiene la incertidumbre sobre lo que puede ocurrir en el recinto legislativo. Además, no se ha pactado una reforma del Estado que abra plenamente y garantice la transición a la democracia que demanda la sociedad. Lo esencial de las estructuras autoritarias del Estado y del régimen político de partido de Estado seguirán en pie y actuando.
El Distrito Federal se beneficiará de estos cambios en sus procesos electorales. Pero en lo relativo a la reforma política de la capital, lo acordado es de una enorme limitación y está muy lejos de las aspiraciones democráticas, mil veces expresadas, de sus ciudadanos.
Se acordó la elección por sufragio universal de la cabeza política de la entidad bajo una figura engañosa: la de gobernador del DF, que seguirá siendo sede de los poderes federales, y no se transformará en un estado en el sentido pleno; es decir, otra simulación que no elimina el estatuto de excepción aplicado a la ciudad. La discusión sobre la elección de delegados y/o la municipalización del DF quedó pendiente para otra ocasión. Se aceptan nuevas facultades para la asamblea legislativa del DF, pero no se la transforma en Congreso con plenas facultades.
Es decir, se avanza sólo un pasito en el camino de la democratización de la capital, se conceden algunos derechos políticos a sus habitantes, pero se mantiene el estatuto de excepción que los hace ciudadanos de segunda frente a los demás mexicanos.
Se ofició otra estación del viacrucis de la reforma política para el DF sin llegar a la ``resurrección'' de la ciudadanía y la democracia.
El PRI-gobierno sigue imponiendo su método gradualista para que todo parezca cambiar, sin que cambie sustantivamente. No se alcanzó una reforma ``completa'', mucho menos ``definitiva''; en política esta situación no existe. Al día siguiente de que se aprueben los cambios tendremos que exigir otra reforma política que nos acerque un poco más a la democracia o que inicie la transición a ella.
La transición a la democracia no se produce como sumatoria de pequeños cambios ``a plazos'' en largos periodos. Para abrirla hace falta un proceso social democrático que conduzca a una nueva forma de Estado y que desarme al régimen político que la impedía, en nuestro caso, el de partido de Estado; su permanencia impide que ello ocurra. Parece necesario seguir luchando por una nueva Constitución que, mediante una transformación profunda y global del Estado, abra plenamente las puertas a la democracia en México y el DF.