Resulta inexplicable, cuando menos, la actitud de la mayoría en la Cámara de Diputados en el debate sobre la ley contra la delincuencia organizada, al negarse a devolver al Senado la minuta sobre las reformas constitucionales en materia de delicuencia organizada. Si la iniciativa reformada por el Senado requiere de tantas y tan importantes modificaciones, si son necesarios numerosos ``candados'' para aprobarla, a qué viene tanta resistencia a devolver el dictamen al Senado, un procedimiento parlamentario sin tacha, legítimo y normal en cualquier Estado democrático? Por qué darle tantas vueltas a un asunto tan delicado, dejando en una ley secundaria aquellos capítulos que por su propia naturaleza valdría la pena poner en claro desde la propia Constitución?La ley contra la delincuencia organizada no es cualquier ley. Es el instrumento legal que pondrá al Estado en condiciones de librar un combate abierto contra una amenaza real y concreta que hoy lleva la delantera. El despliegue de la delincuencia organizada supone un cambio en la naturaleza, los medios y los mismos fines de las bandas criminales, que ahora actúan como un verdadero poder dentro de cada sociedad. La profesionalización de las actividades delictivas, su transformación en operaciones cada vez mejor planeadas y administradas por verdaderos especialistas permiten a los delincuentes infiltrar gobiernos, comprar policías, jueces, testigos, manipular la información y lavar el dinero en los circuitos de la que viene a ser una ``verdadera economía clandestina'', aprovechando el más mínimo resquicio dejado por la ley. Es evidente, entonces, que la delincuencia avanza más rapido y mejor que las instituciones encargadas de proteger a la sociedad, al punto de que ya no es posible enfrentar el problema con los mismos métodos de siempre. Actividades que hasta ahora no estaban reguladas por la ley, como la intervención de las comunicaciones privadas pueden ser, bajo condiciones precisas, instrumentos imprescindibles en esa carrera entre el crimen y la sociedad. El problema, pues, no está en el reconocimiento del carácter extraordinario de la delincuencia organizada ni tampoco en la necesidad de adecuar las acciones del Estado a esta nueva circunstancia. Por qué, entonces, tanta desconfianza?El temor, hay que decirlo, es que no se pueda evitar, en definitiva, que la acción contra la delincuencia contamine las demás esferas de la vida social, que los métodos de excepción aplicables al crimen organizado se hagan extensivos a otros ámbitos de la sociedad, con otros propósitos menos claros que los previstos por la Ley. O bien que la ley deje huecos a la discrecionalidad de las autoridades en materias tan delicadas. O confunda el sentido de la justicia, cuando se trata de reducir la edad penal. Como quiera, el dilema jurídico y moral que esta iniciativa plantea obliga a buscar un equilibrio entre la necesidad de actuar con firmeza y la obligación de respetar las garantías individuales consagradas constitucionalmente.
Es evidente que hay sectores en nuestra sociedad que piden aplicar mano dura. Para ellos los delincuentes no tienen derechos ni la sociedad debe preocuparse. Pero esto no pueden ser los consejeros de ningún legislador. No alcanzo a comprender por qué, entonces, algunos de los ``candados'' previstos para impedir que se deforme el espíritu de la ley y que los diputados consideran indispensables no quedan formulados en la Constitución, para que nadie se equivoque. Eso es más importante que el temor a enmendarle la plana al Senado. Por favor.