Desde hace más de un cuarto de siglo México ha ido de una crisis a otra, cada una más grave que la anterior. Lo sorprendente es que la actividad artística en vez de menguar o de extinguirse ante las dificultades parezca fortalecerse con ellas. La fotografía se ha convertido en la gran crónica gráfica, la historia plástica de lo inmediato, de nuestro fin de siglo y fin de época.
En las fotos reunidas en este libro Pablo Ortiz Monasterio es el caminante de la Ciudad de México. Sus obras son en el mejor sentido de la palabra, instantáneas, fijan para nosotros todo aquello que sin su mirada y el ojo de su cámara no hubiéramos visto y se hubiese perdido para siempre. A La última ciudad podría aplicársele la célebre definición que Stendhal dio acerca de la novela: un espejo paseado a lo largo de un camino. Tal vez, pero un espejo selectivo, preciso, implacable que retiene sólo aquello que vale la pena conservar.
El camino es un desierto lleno de gente y un laberinto que ha perdido su nombre porque ha llegado a ocupar la ciudad entera. A Pablo Ortiz Monasterio le tocó un tema infinito: la última ciudad o la primera post ciudad, título que México se disputa trágicamente con Los Angeles. Todas las previsiones y predicciones han cedido ante una realidad que nadie sabe cómo afrontar y anuncia lo que puede ser en todas partes la vida urbana en el próximo siglo.
México es una ciudad post apocalíptica. Ha resistido los finales anunciados que incluyen los terremotos devastadores de 1985, la sobrepoblación, la contaminación más allá de lo que se creyó podía resistir el organismo humano y el ahondamiento siempre creciente de la miseria. El país intentó entrar de lleno en el siglo XXI sin haber resuelto los problemas del siglo XVI. Pablo Ortiz Monasterio no ofrece soluciones, ni es su papel. Su misión es dar testimonio y hacer arte, escribir con la luz y con la sombra.
La ciudad es su gente, parece decirnos con sus imágenes Pablo Ortiz Monasterio. Por supuesto no excluye el marco en que transcurren veinte millones o más de existencias. Allí están las antenas de televisión que hacen parte de la aldea global a nuestra aldea megapolitana y muestran los espejismos del consumo a quienes nada tienen para alcanzarlos. México es ahora y por sobre todas las cosas la ciudad de los pobres. Ellos son al terminar el siglo veinte sus habitantes naturales. Todos los demás nos hemos vuelto en extranjeros, por más que hayamos nacido y vivamos aquí.
Su miseria nos empobrece nos afrenta. Como en la vieja frase, todos estamos en el mismo barco, la nave zozobrante de una ciudad que flota sobre el lodo de su lago muerto, su zona sísmica y sobre todos sus problemas sociales irresolubles en la era de la guerra de los ricos contra los pobres. El pensamiento del final es dolorosamente confortante: nos absuelve por un momento de intentar soluciones. Para qué, esto ya no tiene remedio, más temprano que tarde se va a acabar. Pablo Ortiz Monasterio niega la resignación pero no exhorta: muestra. La vida continúa y él, por el sólo hecho de retratarla, se pone de su lado, la defiende, la alaba a despecho de todos los desastres y sufrimientos. Una pareja se abraza en lo alto de la Torre Latinoamericana y al enlazarse hace suya la inmensa ciudad ajena. Los ha excluido y ahora está a sus pies, nueva y antiquísima, una ciudad distinta para cada uno de sus habitantes. La cabeza de Juárez se difumina y por contraste se hace más presente. El caballito de metal levanta al cielo la cabeza. Y en esta yuxtaposición inesperada parecen cifrarse la resistencia y la esperanza.
Entre las ruinas de lo que no fue esas paredes de ladrillo blanco que están por todas partes y son como un símbolo del México siempre inconcluso para bien y para mal los guajolotes desconcertados se interrogan con preguntas humanas: quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos, por qué y para qué estamos aquí. No saben lo que les espera o quizá tienen perfecta conciencia de ello. Nunca podremos enterarnos.
Al lado de una de las vías que expulsaron a las personas para hacer que reinara el automóvil dos niños se entrenan en el rito ancestral y solar del toreo, camino de sangre para escapar de la miseria. Bajo el amparo de la Virgen de Guadalupe en la que se funden todas las creencias y todas las sangres un joven explora la modernidad que tiene a su alcance: los juegos electrónicos. Ante ellos una radio portátil anterior a la miniaturización se ve ya anacrónica. No tanto como el busto solemne de un ex presidente. (Adónde irán después de cada sexenio las efigies que adornan todas las oficinas del país?)* Texto de presentación del libro La última ciudad de Pablo Ortiz Monasterio