Creo que es justo hacer ahora la observación pública de que este periódico ha sido consistente, persistente e insistente en cuanto a su contribución al esfuerzo general por el establecimiento pleno de un Estado de derecho, es decir, de un Estado en el que todos sus órganos e individuos se sujeten a la ley. En nuestro país, el jus non scriptum, el confirmado por la fuerza del uso y la costumbre, frecuentemente se traduce en reglas equívocas destinadas no a ser un día fuente del derecho, sino a oponerse sistemáticamente a la ley escrita, a crear un cuerpo regulatorio paralelo y contrario al constitucional. En ocasiones, parece que La Jornada se excede en sus empeños, que obra movida por una vocación persecutoria o por ensañamiento contra tal o cual persona o grupo; pero esa apariencia, contando con la posibilidad de fallas reales de las que nadie está exento y contra las cuales hay que precaverse día tras día, es generada sólo por el contraste con la sordera y disfuncionalidad de los órganos encargados de hacer valer el derecho.
En cuanto a la matanza de Aguas Blancas, algunos discretos opinantes sostenían que el tema estaba ya fuera del mercado de la información y que nuestro periódico lo mantenía artificialmente. Pero no eran artificiales ni la muerte de los campesinos guerrerenses ni la responsabilidad de quienes la ordenaron, cosa que quedó clara con el video obtenido por Ricardo Rocha. Y acaba de confirmarse inconcusamente que las denuncias y enfoques éticos y jurídicos de La Jornada, de otros medios y de la CNDH, eran acertados y necesarios.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación intervino, un tanto tardíamente y no de oficio sino sólo a solicitud expresa del Presidente, para averiguar si en el caso de Aguas Blancas había habido violación grave de alguna garantía individual, facultad que le concede el empolvado artículo 97 constitucional. Y de la averiguación resultó que el ex gobernador Figueroa Alcocer y varios funcionarios más son responsables de violación grave y generalizada a las garantías individuales, que se corresponden con los derechos humanos. Quienes elaboraron el dictamen, los ministros Juventino Castro y Castro y Humberto Román Palacios, no hicieron sino ceñirse a derecho, pero dada la excepcionalidad de su conducta y su valor en la reconquista urgente de la dignidad y credibilidad del Poder Judicial, merecen ser felicitados, como también el pleno que aprobó dicho dictamen.
Y más cuando nuestro máximo tribunal de justicia no se limita a la exposición escueta de sus razones jurídicas, sino que empeña su autoridad en reflexiones éticas de gran importancia en estos tiempos oscuros, como cuando condena la propensión a incorporar a nuestra vida política la cultura del engaño, la maquinación y la ocultación. Era su deber remitir los resultados de su investigación al solicitante y a los órganos competentes, y así lo hizo: al Ministerio Público, por si se digna actuar en el dominio penal, y al Congreso, por si acaso quiere, ahora sí, abrir un juicio político.
Esto último es lo que reclama La Jornada en su atinado editorial institucional de ayer. Ciertamente, el juicio político es una lamentable ausencia en nuestra práctica parlamentaria, y ello propicia la corrupción, arbitrariedad e impunidad de los servidores públicos. Ese juicio es el procedimiento para fincar responsabilidades estrictamente políticas (no penales) a los funcionarios públicos, y las sanciones, en consecuencia, son también puramente políticas, no penales ni patrimoniales: remoción del cargo e inhabilitación para desempeñar funciones, empleos, cargos o comisiones gubernamentales. En ese juicio, la Cámara de Diputados es el órgano acusador, y por ello el que instruye o sustancia el procedimiento, en tanto que el Senado se erige en jurado de sentencia y en su fallo terminal aplica las sanciones correspondientes. Cuando se trata de funcionarios de las entidades federativas, la declaración de procedencia debe comunicarse a las legislaturas locales, y éste es el caso de Figueroa Alcocer, quien, de paso, puede ser sujeto de juicio político hasta un año después de su separación del cargo.
Verdaderamente, nuestra sociedad está urgida de certidumbre en lo que hace a la relación delito-castigo, porque impera la sospecha desmesurada de que todo el servicio público equivale a una asociación delictuosa. Los delitos impunes que se conocen de oídas, los atropellos evidentes a los derechos humanos y a la ley de responsabilidades, son una inmoralidad palmaria que nos está asfixiando, porque tiende a descender y a hundir en el cinismo y la descomposición a todas las capas sociales. En ese cuadro, la revitalización del juicio político, al que son ya acreedores tantos funcionarios bien conocidos, restauraría la confianza en el Estado de derecho, en la procuración e impartición de justicia sin distingos.