Nos hemos acostumbrado tanto a discutir la complicadísima transición política mexicana desde los modelos teóricos que se produjeron en otros lugares, que ya ha comenzado a invadirnos el ``síndrome del economista'', según el cual las cosas tienen que ocurrir obligatoria y exactamente como lo dicta su tipo ideal; y si la realidad no coincide con la teoría, peor para la realidad. De la economía brotan casi todos los ejemplos de esa enfermedad característica de los tecnócratas con posgrado. Pero el virus ya ha comenzado a contagiar a la ciencia política.
Me refiero a la importancia que le hemos concedido a los pactos, como la condición sine qua non de la transición a la democracia, hasta el punto de convertirlos en el mejor rehén de las pataletas de nuestros dirigentes políticos. Es obvio que no puede haber democracia sin reglas básicas bien aceptadas y respetadas por todos, pero creo que la exageración en la búsqueda de ese método está más ligada a nuestras tradiciones indígenas que al intento de construir una democracia moderna, pues una cosa es establecer reglas necesarias y suficientes para garantizar que los votos se cuenten en competencias equitativas y transparentes, y otra muy distinta que esas reglas tengan que derivarse obligatoriamente de la unanimidad entre los partidos políticos.
Si el PAN ha decidido boicotear el curso de la reforma, quizá es porque ha calculado que no tiene nada que perder, excepto la posibilidad de seguir sosteniendo su acostumbrado discurso de compromiso moralmente responsable con la construcción democrática nacional, sin toser. Pero no nos engañemos: los intereses políticos que hoy están cruzando por las oficinas de Acción Nacional no pueden compararse ni por asomo con las razones morales que le dieron origen. Y tampoco es necesario ruborizarse al constatar que lo que quiere es ganar más poder, a toda costa. Por el contrario, sería lamentable que un partido político no se definiera abiertamente por ese propósito, y ocurre que en esta hora los intereses de Acción Nacional no coinciden con los que podrían sentar las bases para las próximas elecciones. No quiere participar y punto; que se arreglen Muñoz Ledo y Santiago Oñate.
El problema es confundir el boicot de Acción Nacional con el fracaso de la reforma, cuando lo que realmente está en juego es la credibilidad general de la sociedad en la validez de sus procesos electorales. En Colombia o en Venezuela, por ejemplo, hubo un tiempo en que los partidos políticos que monopolizaban el ejercicio formal del poder se pusieron de acuerdo hasta extremos francamente increíbles, pero la sociedad simplemente no creyó en ellos. En lugar de partidos les llamaban ``cogoyos'', porque todo se atoraba en sus cabezas, y entonces Arturo Uslar Pietri fundó el conocido ``movimiento de los pendejos'', que por supuesto reveló que no lo eran tanto como para no percatarse de las maniobras políticas de sus dirigentes. Aquello no dio lugar a la democracia sino a una fachada que acabó por generar momentos trágicos de ingobernabilidad en ambos países. Pero nadie podía afirmar que los partidos no estaban de acuerdo.
En cambio, en las transiciones de España y de Chile que hemos sublimado hasta convertirlas en tipo ideal, los pactos fueron muy básicos y no todos los partidos estuvieron siempre de acuerdo. Pero el peso principal estuvo del lado de los que hacían mayoría y, sobre todo, de las sociedades española y chilena que exigían a gritos la transición democrática. De modo que lo fundamental no fue el pacto por sí mismo ni mucho menos la unanimidad, sino la incapacidad de los líderes principales para gobernar solos, y su habilidad para establecer acuerdos muy simples que los pusieron en contacto con lo que realmente querían sus pueblos.
En suma, es necesario salvar a los acuerdos políticos del ``síndrome del economista'', que quiere tercamente que la realidad sea idéntica a sus tipos ideales, aunque la gente se muera de hambre a su alrededor. La política, por el contrario, tiene que sujetarse al conocido reino de los posible para ser eficaz y pertinente, a un tiempo. Sería lamentable que todos acabáramos jugando el juego del joven Calderón, porque la democracia no debe consistir en llevar al PAN al poder, sino en crear las condiciones plausibles para que lo conquiste, si puede.