A Zapata no le dieron la oportunidad de que lo desgastara el poder. En el muro que dejó una demolición su rostro mural observa, advierte, señala. Un anciano milenario lleva sobre su cuerpo los símbolos de dos religiones enemigas que en él y en México se han unido aunque todavía no reconciliado. En la esquina del palacio colonial sostiene el edificio la cabeza de serpiente Ñsímbolo de la tierra y la renovación incesanteÑ que estuvo en el Templo Mayor. Al fondo los edificios horribles con que sustituimos en aras del lucro todas las grandezas pasadas. Y en primer plano la niña que podría haber estado allí mismo vendiendo su triste mercancía desde hace trescientos años. La serpiente de piedra rima con la viva y sibilante que sostiene en sus manos un joven con gorra de Texas. Como si se burlara de nuestro intento en años recientes de cambiar el mestizaje por el mextexaje.
En cambio otros dos niños se abrazan solidarios en las calles de tierra de su colonia. En la ``ciudad perdida'' el coche de ayer es otra advertencia de qué pronto pasa todo.
Los ``diablitos'' que enmarañan los registros eléctricos muestran hasta qué punto nuestra legalidad es la ilegalidad impuesta por la sobrevivencia: robamos corriente como robamos vida. Y al fondo, la gran protagonista de estas imágenes y de estos años: la antena de televisión. Cómo se recibirán en el imperio de la miseria los mensajes concebidos para la sociedad que ha alcanzado el mayor nivel de consumo en toda la historia?
En una casa el receptor se ha vuelto el nuevo altar. El sitio que ocupaban los santos de bulto ahora lo llenan los fantasmas que miles de puntos de luz tejen en la pantalla. Qué diferentes las call-girls aeróbicas y dietéticas que aparecen en las series televisivas, de las prostitutas reales y concretas que salen del campo para sufrir en nuestros barrios pobres. Con cuánto respeto ha sabido verlas la cámara de Pablo Ortiz Monasterio. La cultura dominante que fue privilegio de las élites ahora es también patrimonio de los desamparados. La televisión es o puede convertirse en muchas cosas, pero resulta ante todo una máquina de vender: vende discos, camisetas, detergentes y también la idea de que la violencia sí paga o al menos, por un precario instante, compensa de las humillaciones y fracasos.
El patetismo de un mendigo ciego se vuelve un icono de extraña belleza y un homenaje a la dignidad de todo ser humano. El infinito desastre ecológico del valle parece simbolizado en la cabeza del perro muerto. Los perros, infaltables compañeros de la miseria, se pasean por las fotografías. Ellos también encarnan la resistencia y la supervivencia. Tienen todo en su contra y sobreviven contra las mayores adversidades. El perro muerto recuerda sin quererlo el falso evangelio de Tolstoi. A sus discípulos que señalan el horror del cadáver hinchado a punto de explotar por la fuerza de la corrupción, Jesús les hace ver la perfección y hermosura de sus dientes. Para quien sabe mirar a fondo las cosas ni siquiera la carroña es desdeñable.
Pablo Ortiz Monasterio ha querido cerrar su libro con imágenes de jóvenes armados y de cristos dramáticos. Uno es el Cristo de Iztapalapa que cada viernes santo desde hace cerca de 150 años recrea la pasión en el Cerro de la Estrella. Cada vez es un muchacho distinto y de algún modo el mismo siempre. El otro es el Santo Cristo de una iglesia sin nombre. Llagado, doliente, con sangre que brota de lanzas, espinas, clavos, latigazos, exhala todo el poder de la indefensión y toda la persistencia de la fe.
En el tiempo que detienen y elevan a obra de arte estas fotografías, Ortiz Monasterio no quiso acumular imágenes del México bonito, moderno, plástico, pintoresco o ``avanzado''. Nos dio un espejo en que podemos mirarnos con los rasgos que menos nos gustaría haber contemplado. Quisiéramos decirle que no somos así, no le salió el parecido, debió habernos sacado un poco más presentables. La historia le dio la razón a Pablo Ortiz Monasterio. Ahora sabemos que así somos, aquí estamos: su libro nos ha retratado. Lo queramos o no éstos somos nosotros. Qué nos queda? Todo y nada: el árbol de la esperanza que en la última página se recorta sobre las montañas del valle herido y la extensión de la ciudad agonizante. Ese árbol resistió todas las catástrofes humanas e inhumanas y sigue allí y reverdece. Con su arte Ortiz Monasterio ha asegurado el triunfo de la luz en medio del corazón de las tinieblas.