Nuevamente han muerto mexicanos cerca de San Diego, en California, cuando trataban de trabajar en y para Estados Unidos con el propósito de lograr así el sustento para sus familias que nuestra economía les niega. Se han sumado otros tres cadáveres a las decenas de miles de muertes que ensangrientan nuestra frontera norte y otros 18 compatriotas a los centenares de miles de heridos provocados por la emigración en los últimos diez años. A esta tragedia, que equivale por el número de víctimas a una verdadera guerra no declarada, se añade la de la violencia y las expulsiones, que corresponden a las migraciones de refugiados que acompañan a todo enfrentamiento bélico y que superan, desde octubre pasado, los 31 mil casos.
La emigración tiene causas claras y evidentes: el mercado más próspero atrae mano de obra extranjera, sobre todo si es presentado como el paraíso terrenal por los medios de comunicación y la ideología dominantes. Si la patria no es una madre sino una madrastra, y no permite ni siquiera el triste privilegio de poder alquilar los propios brazos, se emigra con la muerte en el alma, exportando así los esfuerzos de educación y de capacitación realizados por el estado natal, talento, energía, fuerza de trabajo, cultura, para poder mandar de vuelta algunos dólares, arrancados a las privaciones cotidianas.
México tiene pues una deuda económica con esos ciudadanos que sostienen desde el exterior a sus familias y a una parte importante de nuestra economía, y una deuda moral y ética con esa gente desarraigada que lleva nuestra patria consigo al extranjero. Sin embargo, no ha tenido ni la decisión ni el vigor necesarios para defenderlos. El apocamiento oficial mexicano ha estimulado, por el contrario, el racismo, la agresividad, la violación de los derechos humanos en el país huésped, el cual deja de inmediato de ser el paraíso soñado para convertirse en un purgatorio, si no en un infierno para los cientos de miles de indocumentados mexicanos.
Es cierto que la ley 187 de California no pasó, pero en la Cámara de Diputados de Washington ha sido aprobada por aplastante mayoría una legislación similar que la Cámara de Senadores refrendará sin duda en una semana. El propio presidente Clinton sólo se opone realmente a la negación del derecho al estudio a los hijos de los indocumentados, pero pretende aumentar la represión para expulsarlos. Esta actitud fomenta la violencia de la Patrulla Fronteriza y estimula la agresión racista contra los indocumentados. Actualmente en todos los estados del país vecino hay grupos partidarios de la superioridad de la ``raza blanca'' a la que, por supuesto, no pertenecen los latinos. Son 800 agrupaciones de todo tipo, sostenidas por la propaganda de las sectas religiosas fundamentalistas, que movilizan a decenas de miles de militantes armados y cuentan con un gran número de simpatizantes. La guerra de los emigrantes se libra también contra este ejército clandestino y contra los que lo respaldan. Razón de más para que nuestra diplomacia y la comunidad internacional combatan por la democracia y los derechos humanos, en vez de tergiversar y regañar blandamente a quienes están creando las condiciones para un atroz racismo de masas.