Cada vez que el ejercicio de la función legislativa pone a los partidos políticos, cuyos miembros forman parte del Congreso de la Unión, ante la disyuntiva de apoyar o descalificar un proyecto cuyo contenido es más o menos controvertible, salen a relucir falsas nociones acerca de la naturaleza y los alcances del mandato popular inherente al desempeño de esa función.
Si los diputados y senadores del PRI votan en favor de la ley que establece las normas a que estarán sujetas las Afores, o las reformas constitucionales en que habrá de sustentarse la ulterior expedición de un ordenamiento contra el crimen organizado, no faltan críticos ``imparciales'' que los señalen con índices de fuego por haber desatendido los compromisos subyacentes en el mandato que les confirieron sus electores. Y con igual vehemencia, se asegura que los legisladores de otros partidos, al votar en contra, cumplieron estrictamente con las obligaciones derivadas de un mandato de origen similar.
El despropósito salta a la vista. Un sistema electoral basado en el voto universal, libre y secreto, es por sí mismo un impedimento insalvable para conocer, así sea con aproximación, por quién votó cada uno de los electores y si su criterio individual sobre los asuntos que se someten a discusión en las cámaras legislativas, coincide o no con la postura asumida por quienes actúan como sus representantes.
En el mandato civil, el representante debe actuar conforme a instrucciones expresas, de tal suerte que no puede obrar en un sentido contrario o distinto al que le fue impuesto por su representado. En la representación política, tales instrucciones no existen, pues los mandantes constituyen una pluralidad de voluntades, de modo que el mandatario puede obrar libremente y aplicar su personal criterio, sin otras limitaciones que las derivadas de las normas de observancia general que rigen el ejercicio de sus funciones, tanto en materia de competencia como de responsabilidades oficiales.
Consecuencia de lo anterior, es que la representación política no establece un vínculo jurídico del mandatario con personas determinadas o identificables, sino con el conjunto del electorado. De ahí que el representante político deba actuar en atención al interés general y no inhibido por restricciones impuestas por intereses parciales. Pero lo que cada quien entiende por interés general puede conformar un amplio abanico de criterios diversos y aun divergentes. Esa pluralidad se multiplica cuando se trata de aplicar cada concepción personal a los casos específicos considerados en los supuestos jurídicos regulados por una ley. En el mundo de las opiniones subjetivas, los caminos para proteger el interés general son infinitos. En una genuina democracia, nada sería más sospechoso que la unanimidad dentro de un órgano colegiado.
No pretendo soslayar el hecho, lamentable desde cualquier perspectiva, de las votaciones por consigna. Pero ningún partido está libre de pecado. Cada vez que se producen votaciones en bloque, sea en favor o en contra de un proyecto, es obvio que la consigna ha suplantado al libre albedrío de cada legislador. Es así como la precaria vinculación entre mandantes y mandatarios que nace de la representación política sufre una obstrucción adicional, porque los partidos siempre están en campaña electoral y sobreponen, a los deberes de la ética política, la conveniencia coyuntural de proyectar una imagen que les gane adeptos. La protección del interés general puede esperar. Lo que es inaplazable es desprestigiar al adversario y mejorar la imagen propia. Lo importante no es ser sino parecer.
Y uno se pregunta si los electores sensatos y quiero suponer que son la mayoría pueden ser engañados con las escenificaciones de un maniqueísmo mágico, que sitúa a los representantes populares en la pureza impoluta o en la maldad diabólica, según militen en la oposición o en el PRI; mise en scéne que se repite cada vez que una iniciativa es aprobada por la mayoría priísta y que los medios suelen divulgar con encabezados que ponen en relieve que ganaron los malos porque son más que los buenos.
A veces los artificios topan con la iracundia y los protagonistas se salen del libreto. Se desvanece el oropel y queda a la vista el cobre. Anteayer los buenos se dividieron en dos bandos y, no contentos con recriminarse desde la tribuna, se liaron a bofetones y puntapiés. A juicio de sus panegiristas sistemáticos, armaron la gresca para cumplir mejor con su mandato? Para dignificar su investidura, salpicada por el fango de la sospecha? Para defender la detentación, en exclusiva, del monopolio de la calumnia y de la injuria?Una atenta sugerencia: que en la agenda para la reforma del Estado, se incluya un rubro sobre la actualización de las normas que rigen la representación política, a fin de rescatar su autenticidad y su ejercicio responsable. De nada.