Escritor que no haya sido retratado por la fotógrafa norteamericana Jill Krementz, escritor de imagen borrosa. Sin embargo, me desconcierta que el peinado de Jill Krementz le cubra en parte el lado derecho de la cara. Como retratista, Krementz sin duda sabe que uno preferiría ver su cara despejada, su sonrisa sería más sonrisa, la intensidad con que sus ojos miran sería más evidente. Me molesta la sombra que su pelo provoca sobre su ceja derecha. Después de pasearme tantas veces por los retratos de escritores que Krementz ha hecho puedo esperar de ella un autorretrato despejado. Un feo como James Baldwin bajo la lente de Krementz revela belleza, una belleza indefinible, es cierto, pero capaz de emocionar. Eso es un retrato despejado. Uno podría esconder todo menos la verdad ante la cámara de Krementz. Krementz tiene muchos principios, de los cuales de momento recuerdo uno: éticamente, la fotografía es más abierta que la literatura, cosa que se entendería mejor si dijéramos que a un fotógrafo le es más difícil transgredir de modo premeditado ciertos acuerdos tácitos que a un escritor. En otras palabras, Krementz debe pedir la autorización de un escritor para retratarlo o por lo menos para hacer público ese retrato; en cambio el escritor, según Krementz, tiene siempre bien paradas las orejas, con las que registra para cuando haga falta, en silencio y sin que nadie lo advierta, cuanto sucede a su alrededor, cosa que yo no puedo negar.
Un escritor debe ser discreto al vivir, pero lo más indiscreto que pueda a la hora de escribir. En la habilidad con que monte sus hallazgos estará la clave para no ser procesado como difamador o como usurpador de intimidades. Krementz, según afirma Kurt Vonnegut, representa el papel justo que extrae del escritor al que retrata su identidad más genuina, el centro de su cebolla despejada, si me permiten parafrasear. Se convierte en payaso si cree, si intuye, que la risa que provoque en el escritor lo desenmascarará: es decir, lo despejará. El pelo, creo, es de las máscaras más fáciles de desechar, con lo cual no quiero dar a entender que supongo que los calvos son más auténticos que los cabelludos. Por eso me gustaría tanto ver la cara de Jill Krementz sin sombras ni oscuridades provocadas por su peinado. Podría pedírselo si me prometiera un autorretrato.
Pero no puedo condenar al retratista como mal fotógrafo por que no captó la cara de Krementz despejada. Como quiera que sea, las sombras arrojan dudas sobre la seguridad de los principios reveladores de la cámara de Krementz. A los muy jóvenes está bien retratarlos con la cara detrás de matas de pelo rizado o liso, de un color o de otro. Después de todo, los muy jóvenes deben carecer de otro rasgo distintivo que el del pelo, de ahí que la calvicie esté por lo general reservada para los que han dejado de ser muy jóvenes. El pelo sobre la cara, contra la cara, cubriéndola sin necesariamente nacer en ella, está reservado para el territorio feliz de la falta de identidad. Por el pelo empieza la búsqueda, la conformación del pelo delinea la máscara que define la juventud. Cara despejada, juventud de salida.
Vi a una mujer cortar el pelo a tijeretazos a un joven sometido. Fue en un salón de clases, y la mujer era la maestra a la vez que la directora del colegio de jóvenes. Ella era fea, y aunque no estuviera mascando chicle daba la impresión de tener alma de mujer que masca chicle. Quería que el resto de los estudiantes, que observaban sorprendidos, indefensos, con los ojos abiertos, escarmentaran en carne o pelo ajeno. Quería que según la extensión del pelo los varones parecieran varones. Cuando terminó de cortar a tijeretazos el pelo del joven abrió la puerta, y el grupo de estudiantes fue saliendo del salón, con la mirada baja. No vi si una joven bajaba la mirada al cruzar el umbral bajo la vigilancia de la chiclera porque el pelo le cubría la cara. De hecho no supe nada de la cara de la joven, que no sé cómo veía por dónde iba porque con el pelo sobre la cara es imposible ver. La directora maestra mujer chiclera la vio con la cara todo menos despejada y así la dejó pasar. La mujer no se vio a su vez en un espejo, porque habría visto la verdad de sí misma al verse el pelo, enredado premeditadamente para abultarlo hacia arriba, hacia arriba, engomado con una goma que parecía haberle formado un nido invadido de huevos diminutos, blancos, de araña. Eso, sí: el pelo largo en un joven, no.
La sonrisa no lo es todo en un retrato, no es índice de la conquista de la identidad porque a veces la sonrisa es melancólica, como en un retrato que Jill Krementz hizo de Isaac Bashevis Singer en 1972 en Nueva York. Si yo estuviera ante la cámara de Krementz padecería de inmediato el síndrome del retratado, que se divide en dos. La primera parte consiste en que antes de sonreír y de despejarme la cara, es decir, apenas aparece ante mí el fotógrafo, lo empiezo a compadecer. Me apena que él esté detrás de la cámara y que no vaya a salir en la fotografía. Me apena y me crea conflicto. Que él esté detrás de la cámara, lo hace aparecer como un ser humilde; que uno permita que él lo retrate, hace que uno aparezca como un ser vanidoso. Y si sonríes y despejas tu cara de sombras, pelo y oscuridades, más vanidoso resultarás. La segunda parte del síndrome es lo que padezco una vez hecho el retrato. El fotógrafo lo archiva y, en toda su humildad, te olvida. En cambio tú no dejas de pensar en el fotógrafo, con toda tu vanidad piensas en él y lo compadeces. La pregunta es: Quién es más vanidoso: el que piensa incesantemente en otro, o el que archiva la imagen del otro en un archivero con título de propiedad?