Juan Villoro
La ciudad virtual

Catálogo de la devastación, Guía Roji para los antropólogos del porvenir, piedra Rosetta de la civilización que sufre un cataclismo cada 24 horas, La última ciudad, de Pablo Ortiz Monasterio, es el retrato múltiple de un paisaje que en rigor ha dejado de existir. Cuál es la fecha de caducidad del Distrito Federal? Si nos atenemos a las fotografías de Ortiz Monasterio llegamos a una conclusión fantástica: la ciudad es algo que ya ocurrió, o, para ser más precisos, hace mucho que vivimos en sus remanentes, sus restos desastrados; las calles, las personas, las casas dejaron de cumplir sus funciones originales pero de un modo perverso aún se representan a sí mismas. Estamos en la transciudad que renunció a ser un espacio fijo la morada, el hábitat, la plaza pública para admitir el caos como único motor de crecimiento y transformarse en el escenario inabarcable que los topógrafos aéreos llaman ``mancha urbana''. Devoradora de sí misma, la ciudad se ha edificado como las esferas de marfil, siguiendo un trabajo de engaste. El subsuelo azteca oculto por la piedra colonial oculta por los espejos posmodernos ocultos por el polvo. Hay forma de encontrarle un sentido al paisaje que nos desvive y recibe el certero título de La última ciudad?De acuerdo con Carlos Monsiváis, la pervivencia de un sitio que no tiene ninguna razón objetiva para seguir en el mapa se debe a la noción de ``post-apocalipsis''. La ciudad decapitada, con sus crepúsculos dignos de una radiación química, sus adversos microclimas, su república de las ratas y sus demasiados perros callejeros, no anuncia que algo terrible va a pasar; es el resultado de una tragedia que sobrevivimos milagrosamente. ``Estuvo duro pero la libramos''. Qué fue lo que estuvo duro? Los cielos de Ortiz Monasterio hacen pensar en polvos tóxicos, lluvias de cenizas, refinados gases del espanto; sus terrenos se abren en grietas sísmicas y arenas donde medra la basura; sus personajes muestran huellas de hábitos suicidas, animales contagiosos, trabajos extenuantes. Las infinitas señas del deterioro borran la causa, el origen preciso, la guerra nuclear o el desastre ecológico que nos dejó en estas condiciones. Lo único importante es que estamos a salvo. En la mente post-apocalíptica, ningún daño es anuncio, todo es consecuencia del desastre esquivado, prueba en piedra de que no fuimos las víctimas.

Pablo Ortiz Monasterio es el cronista inmejorable del día después; su última ciudad es el espacio degollado y vivo que perdura más allá del apocalipsis. Si, como sugiere Roland Barthes, toda fotografía se distingue por decir ``esto ha sido'', los paisajes de Ortiz Monasterio dicen ``esto que fue será". En la transciudad, el presente adquiere una curiosa misión de futuro, cada gesto trata de sobrevivirse a sí mismo, de representarse en un instante simbólico más poderoso que la realidad que lo origina.

Desde la portada, La última ciudad plantea un enigma. En verdad existe un monumento como la cabeza de Juárez? No seremos víctimas de un engaño colorido, de un perverso holograma hecho por ilusionistas patriotas de pésimo gusto? La cámara de Ortiz Monasterio nos castiga con su horror: ``esto que fue será"; el arco adornado por la macrocefalia de Juárez insiste en estar ahí, entre las tolvaneras y los arrabales. Es posible que el prócer que legó el mayor lugar común sobre el respeto a los demás se alce como la máxima ofensa a la mirada ajena? Pero la fotografía es más compleja; en primer plano hay otro objeto, un caballo de metal en el cofre de un vehículo. Allí es donde Ortiz Monasterio afocó el lente, como si deseara salvar una precaria cotidianidad del borroso desastre que llamamos México.

Las imágenes de La última ciudad cruzan temporalidades y cada instantánea se vuelve efeméride y profecía. Los baldíos, los cuartos turbios, las avenidas se extienden como un vasto pretexto de resistencia. El paisaje existe al ser atravesado. Un chavo banda salta como si recibiera la descarga de una pistola pintada en una barda, dos actores disfrazados de Cristo y el Diablo se tienden antes las ruedas de un camión, los aprendices de matadores practican naturales junto a una vía rápida, una niña se arrodilla para ofrecer antojitos en la casa de los condes de Calimaya, donde una cabeza de Quetzalcóatl sirve de base a un palacio colonial.

El libro es, también, una exhibición de costumbres insólitamente normalizadas por el frenesí urbano. Para que un coche garantice desmadre, son necesarios ocho pasajeros, el último de los cuales viaja en la cajuela con una bandera para apoyar a la selección nacional. Para tener éxito ante el vibrante azar de los videojuegos, ninguna estrategia supera a la efigie de la Guadalupana, enmarcada como árbol de Navidad. Para adornar una casa construida con desechos, nada mejor que un objeto de inutilidad absoluta, una pieza maestra del arte por el arte: un busto del presidente López Portillo. Para combatir las enfermedades producidas por la desnutrición y la miseria, no hay como aplicar una moneda abajo de la tetilla. Para ir de cacería, sólo queda una loma coronada por una tumba. El vasto repertorio de acciones insensatas otorga sentido a la ciudad. De esta paradoja se derivan las visiones del cronista del post-apocalipsis, el San Juan detrás de la cámara que registra la vigorosa vida más allá de la muerte.

Cada toma avanza hacia su símbolo. Un tablero en el que desembocan numerosos cables de luz robada es una entrada al infinito; los dados en la mesa de la niña vendedora son una cábala hecha con chicles; los guajolotes en el lote baldío, una opción de jungla; los perros estacionados panza arriba, un recordatorio de los coches dormidos.

Pablo Ortiz Monasterio no quiere imágenes suaves; su idea del idilio son las fauces de un perro muerto cortejando a unos zapatos tenis. Ningún exceso lo hace perder el pulso; enfrenta la catástrofe con un temple capaz de darle escalofríos a Quentin Tarantino; sin embargo, está lejos de ser un sibarita de la carroña. El testigo de sus fieras instantáneas sabe que sin esa mirada la ciudad sería peor, que el desaforado paisaje urbano resiste porque alguien aún es capaz de verlo, de otorgarle un orden, de recomponerlo en una bitácora, un parte de guerra que desemboca en la máxima de Anacreonte: ``no me vencieron los ejércitos: fui derrotado por tus ojos''.