La Jornada 28 de abril de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La última estación

La última estación

En la estación tenemos un reloj. Hace años está descompuesto y sólo sirve para que aterricen las moscas. En las temporadas de calor son tantas que no dejan ver los números, cosa que da muy mal aspecto. Sólo por eso me gustaría que compusieran el reloj. Flavio, el administrador, no me cree. Piensa que si lo fastidio tanto pidiéndole que llame al técnico es para ahorrarme el trabajo de darle la hora a medio mundo, pero se equivoca. De no haberse pasado todo el tiempo borracho, Flavio sabría que años antes de que se descompusiera el Westclox la gente agarró la costumbre de acercarse a la ventanilla para pedirme la hora.

Procuro contestar siempre de buen modo, pero es natural que la pregunta me fastidie cuando estoy ocupada revisando los boletos o en el cierre de la cuenta. Entonces no quiero oír a nadie, y menos a Baldomero Alcorta. Llega a las cinco de la tarde, me saluda y pregunta: ``¿Qué hora será?'' Luego va a sentarse en la banca más próxima al andén.

Baldomero pasa más tiempo allí que en su taller de soldadura. Esta es causa de que muchas mujeres vengan a traerle sus cafeteras y sus cubetas para que se las suelde. Si yo fuera ellas no lo haría. Me temo que a Baldomero ya no le interesa su oficio. Vive para esperar el tren de las seis. Cree que un día regresarán los hombres del cine que lo descubrieron hace tres años.

De esas personas no hemos vuelto a saber nada ni tampoco hemos visto la película que filmaron aquí, La última estación, donde Baldomero hizo el papel de un hombre que se pasa la vida viajando en ferrocarril hasta que llega a una estación donde ya no puede escapar de la muerte.

II

Cuando las gentes de cine llegaron aquí y nos dijeron que pensaban filmar en los andenes escenas de su película, me dio gusto porque sentí que el pueblito ya no era tan rabón, pero sobre todo me alegré de que las circunstancias obligaran a Flavio a componer el reloj. Por única vez en la vida coincidimos y ya estaba a punto de llamar a Zaulo para que se encargara de las reparaciones cuando el director de la película, don Herminio, se opuso. Dijo que necesitaba que el reloj estuviera detenido y plagado de moscas. Eso, según él, era otro símbolo importante en su película.

Jamás pensé que un reloj destartalado pudiera significar algo más que descuido. Tampoco imaginé que Baldomero Alcorta pudiera ser visto como un tipo extraordinario. Don Herminio dio con él de casualidad, después de que vino a preguntarme dónde podía conseguir un cautín. ``En el taller del soldador, está atravesando el parque, junto a la iglesia de la Candeleria'', le contesté. Esa misma noche, cuando salí a dar una vuelta al centro, por lo menos diez personas me comentaron la nueva: ``¿Sabes que Baldomero va a convertirse en artista de películas?''

Pensé que era una broma, pero a la mañana siguiente, cuando los del cine llegaron a hacer sus mediciones y sus cálculos a la estación, don Herminio corrió a la ventanilla para agradecerme que lo hubiera mandado al taller del soldador. Comprendí que allí estaba mi oportunidad para salir de dudas y pregunté: ``¿Encontró el cautín?'' El hombre, que tiene los dientes amarillos de tanto fumar, soltó la cacajada: ``Y mucho más: al actor que estaba necesitando. Ese amigo suyo, Baldomero, tiene la figura, la actitud, la mirada, el rostro noble de mi personaje: Darío. Le pedí que lo interpretara y estuvo de acuerdo. ¿Qué le parece?

Que Baldomero aceptara meterse en un asunto tan díficil y tan ajeno a sus ocupaciones como el cine me hizo creerlo chiflado; mucho más loco me pareció aquel don Herminio que veía en un reloj descompuesto, lleno de moscas, un símbolo y en la cara completamente normal de Baldomero no sé qué profundidades. Es cierto que mi amigo tiene una expresión muy especial -sobre todo desde que se le fue su único hijo- y que su frente es bonita, pero de allí a que alguién pueda verlo como galán de la pantalla francamente hay mucha diferencia.

III

Nunca olvidaré el primer dia de filmación. El pueblo se paralizó porque toda la gente se aposentó aquí desde temprano para ver cómo, gracias a la luz de los reflectores y una serie de arreglitos, la estación iban pareciendo mucho más vieja de la que es. Entonces comprendí el sentido del reloj y de las moscas.

Desde luego, lo que más ansiábamos era la aparición de Baldomero.

Me decepcionó verlo llegar con una maleta vieja y vestido con un traje blanco arrugado y con lamparones por todas partes. Estuve a punto de preguntarle si para ponerse tales fachas había aceptado convertirse en actor. Pero no dije nada para no mortificarlo más de lo que ya estata. El pobrecillo tuvo que repetir cien veces la entrada a la estación. Según don Herminio, tenía que hacerlo como si nunca hubiera estado allí, cosa muy difícil porque Baldomero jamás ha salido de este pueblo ni creo que lo haga jamás.

Entre una repetición de escena y otra, todo el mundo le aplaudía a Baldomero para darle ánimo. Don Herminio también se le acercaba, echando humo por todos lados, para decirle: ``Tranquilo. Usted lo hará tan bien que acabará olvidándose de su verdadero nombre para convertirse en Darío, el personaje''. En cierta forma se cumplió el augurio del director.

IV

Las gentes del cine se quedaron en el pueblo dos semanas. Aún me parece increíble que en tan poco tiempo hayan cambiado tantas cosas -algunos de nuestros hábitos, los horarios del restaurante, por ejemplo- y convertido a Baldomero en una persona distinta a la que todos conocíamos. Antes retraído y callado, ahora se la pasaba conversando con los fuereños. Por supuesto, abandonó el taller. Le advertí del peligro en que estaba: ``Perderá su clientela. Piense que la película un día terminará pero usted seguirá viviendo y tendrá que ganarse el pan por el resto de su vida''. Baldomero no me contestó ni creo que me haya escuchado.

La noche que terminó la filmación decidimos hacerles una gran fiesta a nuestros visitantes. Baldomero permaneció todo el tiempo junto a don Herminio que, antes del último brindis, nos dijo: ``Ayer estuvimos calificando los materiales y todo salió muy bien; tanto que posiblemente regresemos aquí para filmar otra película. Por supuesto que no faltará un papel para nuestro descubrimiento''. Todos nos dimos cuenta de la emoción de Baldomero a quien, en recompensa por su magnífico trabajo, le pagaron bien y le obsequieron el traje blanco que usó en la filmación. Aún lo lleva, sólo que más viejo y sucio.

Vestido con ese traje, Baldomero viene todas las tardes. Llega a las cinco en punto. Me saluda, me pregunta la hora y va a sentarse en la antesala. No contesta los saludos, no se distrae conversando con nadie: sólo mira en dirección a la curva por donde aparece el tren. Al verlo, Baldomero se levanta, se arregla un poco el pelo y camina rápido hacia el andén. Su energía, su entusiasmo decaen al comprobar que entre los viajeros no están los hombres del cine.

Después de que se van al hotel los pocos turistas que llegan aquí, Baldomero vuelve a sentarse en la banca. ``¿A quién estará esperando?'' me preguntan con frecuencia. Yo dijo que no sé, pero temo que antes de que regresen los hombres del cine pueda llegar la muerte a descubrirlo.