La Jornada Semanal, 28 de abril de 1996


Zanzibar

André Velter
(Versión y nota de Aurelio Asiain)





Para la voz que escucha


André Velter, el poeta francés, es también un editor. Dirige, en las Èditions Phebus, una de las revistas más hermosas que conozco: Caravanes. En México, la palabra tiene un sentido que no comparten otras regiones de la lengua española ni el universo francés pero que a André Velter, estoy seguro, no le desagradará conocer: una caravana es una inclinación de reverencia, ante una dignidad o ante una comitiva que pasa. Es un gesto que casi instintivamente diríamos propio de orientales. En francés, en cambio, caravane sigue evocando al camello que designa el sánscrito: karahba es el grupo de personas que se reúnen para cruzar una región inhóspita. Imaginamos a ese grupo siempre en marcha, formando una larga fila que avanza por la arena, bajo el sol inclemente o en la noche ventosa. No puede haber nombre más apropiado para una aventura editorial que reúne año con año a poetas venidos de todos los rincones de la tierra y de todas las vueltas del tiempo: Su Tung Po y Xavier Villaurrutia, Bernard Noël y Rabindranath Tagore, Camillo Sbarbaro y Álvaro Mutis. Voces en torno de una hoguera alimentada con troncos añosos, recogidos en los oasis donde alienta la vida mientras crece el desierto. La fila que formarán estos viajeros una vez puestos en marcha es la cuerda de la tradición. Y esa cuerda, recia como las amarras de un buque y larga como el cable de un ancla, es la misma que resuena en los poemas de André Velter, pero como la cuerda de un instrumento musical.

Los sonidos que el arco de André Velter extrae de esa cuerda, en la que se anudan los hilos más diversos, son los de una música antigua como el hombre y fresca como agua bebida en el desierto: es la música de la conversación. No quiero decir que estemos, sin embargo, ante un poeta coloquial ni ante un cronista de la vida cotidiana a menos que aceptemos que la vida cotidiana no transcurre sólo en el barrio y que para conversar no es imprescindible frecuentar al vecino. Lengua cotidiana pero tejida de ecos y evocaciones, coloquio urdido con voces lejanas, la poesía de Velter es la de un lector que lee los libros como quien lee las constelaciones y su cielo está aquí abajo: es la realidad misma, oculta por un exceso de palabras. "La vida está en otra parte", decía Rimbaud, pero esa otra parte está aquí mismo, es el reverso de aquí mismo, palpitando a la vuelta de la esquina, bajo un manto de papel periódico.

Entre la labor del editor y la obra del poeta no hay pues discordia ni solución de continuidad. Los poemas de André Velter surgen de una travesía por el desierto y avanzan en busca de un cielo hospitalario. Poemas de viaje en los que apenas encontraremos el relato de anécdotas y peripecias, pero siempre el testimonio de una búsqueda aventurera, en la que hay encuentros y visiones y más misterios que certezas: el itinerario de este errabundo en busca de su Oriente traza la forma de un signo de interrogación que es, lo sabemos bien, el de una espiral que aflora. La estela del viajero es un hilo negro sobre fondo blanco, pero su estrella es una luz en la negrura. Sílabas dichas al lado de la fuente, delante de la hoguera, al calor de la memoria que lleva la caravana por la intemperie. En la altanoche que dura en el desierto, André Velter es un insomne que vela y guarda la memoria.