La Jornada Semanal, 28 de abril de 1996
La vida empieza en Zanzibar
justo a partir de donde no iremos
la vida empieza de ese lado
donde se nos haría alma la boca
Cuántas veces vi este deseo sobre el mar
cuántas veces el ala roja sobre la arena
cuántas veces el vaho de impaciencia
sobre la piel del mundo
sobre la llaga del mundo
y me acuerdo de cómo
me acordaba al revés
del estribillo de la Canción de los cañones
como si una parodia de a dos pesos
tuviera que brindarme la parranda de un príncipe.
En mi memoria nunca
marcharon los soldados
"del Cabo a Couch Behar"
pero golpeaban a mi ritmo:
"del Ganges a Zanzibar".
Qué duda cabe
mi canción era un aire conocido
los sonidos llevaban al sentido
muy por delante de mí
muy dentro de los tiempos.
Las palabras hacían las maletas.
No se trataba de callar la e muda.
"El cañón true-na
"Los pasos resue-nan
"Del Ganges a Zanzibar
"La lluvia puede caer
"Bien podemos reventar
"El corazón nos conde-na
"Somos infa-mes
"Del Ganges a Zanzibar...
La música no cambiaba
sólo el errar de las palabras
en las que el sol quemaba el bronce
y las voces borraban las pisadas
y el amor no se condenaba
tal si hubieran matado a las matanzas.
"El sol retum-ba
"Las voces resue-nan
"Del Ganges a Zanzibar
"El viento puede cesar
"Bien podemos gritar
"Cueste lo que cues-te
"Estamos en ru-ta
"Del Ganges a Zanzibar...
Los ruidos de las botas
se pierden en el polvo
sólo quedan las sombras sonoras
de cadencias guerreras
pasadas ya a lo imposible
con armas y con cargamentos.
"El alma deto-na
"Los cuerpos se asom-bran
"Del Ganges a Zanzibar
"El fuego bien puede quemar
"Bien podemos flamear
"Nuestra mala fortu-na
"Desengancha la lu-na
"Del Ganges a Zanzibar...
Es tan sólo un murmullo
es un rumor del olvido
sobre la cara norte del horizonte
sobre la cara norte de la hoguera
cuando la cólera se ha clavado
en el fondo del Mar Rojo
Es tan sólo una espera
una falsa agonía
que una nada podría lavar
si bastara reírse de ella.
Más allá está el secreto del otro
más allá está la sal de la vida
más allá está el acceso del óbito.
más allá baila el hermoso absoluto
del brazo de una desconocida
o lo desconocido en carne viva
o quién sabe si sea una enfermera.
Ya no sabemos qué nos pierde
Cualquier hora del día o de la noche
la deserción es un alba
el silencio una fuente
la luz un hada
dejada al llamar al demonio del mediodía.
Ya no sabemos qué nos huye
nos sigue nos desangra.
Tienes los pies en la tierra
y das el salto del ángel
en todo ese vacío que en ti cruzan
deseos de santo-corsario
rata de las arenas o insumiso
sin nombre o causa o descendencia.
Al diablo la tardanza de Dios
sobre el asesinato de las cosas
la corrosión del infinito
la discordancia de los cuerpos y los tiempos!
La isla se enterró a pleno sol
con sus cabos de eternidad
sus playas demasiado blancas
sus clavos de olor contra el dolor de muelas.
No quedan mostradores
donde contar el oro
sacar los últimos cartuchos
calar las exasperaciones bajo los ventiladores.
Hay un sueño horadado en el lugar de la cabeza
una fractura de sí
que te lanza hacia afuera
solo igual que un matador de perros
que repartiera limosnas.
La isla vuelve al abordaje
cada vez que se aplaza una partida
está allá más lejos que aquí
en un futuro-presente decidido de antemano
está allá
intensa y quimérica
como ofrenda empeñada en forzar
el umbral de una plenitud plena y entera.
Pero faltan despobladores
juerguistas improductivos
amantes tan hermosos como dioses efímeros
los hombres exiliados de la especie!
Estás apartado de ti mismo
en ese espacio herido desde siempre
donde ser y no ser
forman la única respuesta.
Lo real vacila
de turbulencias de buen socorro
en maldición sin réplica.
Lo real resiste su movimiento
de relámpago metrónomo
y te mantienes en la cuerda tensa de tus nervios
llevas el más allá a la quiebra
te ausentas a la mínima efusión.
Queremos alcanzar lo que nos pierde
pasar igual que una catástrofe
por la morada inalterable
por el cristal de largo alcance
por el soplo de ardiente alegría
y queremos el eco y queremos la voz
y como prima la incomodidad
que hace ceniza los despojos
Más allá baila el hermoso absoluto
es imperativo y claro...
La vida empieza de ese lado
en que se nos haría alma la boca
la vida empieza en Zanzibar
justo a partir de donde no iremos
Para la voz que escucha
André Velter, el poeta francés, es también un editor. Dirige, en las Èditions Phebus, una de las revistas más hermosas que conozco: Caravanes. En México, la palabra tiene un sentido que no comparten otras regiones de la lengua española ni el universo francés pero que a André Velter, estoy seguro, no le desagradará conocer: una caravana es una inclinación de reverencia, ante una dignidad o ante una comitiva que pasa. Es un gesto que casi instintivamente diríamos propio de orientales. En francés, en cambio, caravane sigue evocando al camello que designa el sánscrito: karahba es el grupo de personas que se reúnen para cruzar una región inhóspita. Imaginamos a ese grupo siempre en marcha, formando una larga fila que avanza por la arena, bajo el sol inclemente o en la noche ventosa. No puede haber nombre más apropiado para una aventura editorial que reúne año con año a poetas venidos de todos los rincones de la tierra y de todas las vueltas del tiempo: Su Tung Po y Xavier Villaurrutia, Bernard Noël y Rabindranath Tagore, Camillo Sbarbaro y Álvaro Mutis. Voces en torno de una hoguera alimentada con troncos añosos, recogidos en los oasis donde alienta la vida mientras crece el desierto. La fila que formarán estos viajeros una vez puestos en marcha es la cuerda de la tradición. Y esa cuerda, recia como las amarras de un buque y larga como el cable de un ancla, es la misma que resuena en los poemas de André Velter, pero como la cuerda de un instrumento musical.
Los sonidos que el arco de André Velter extrae de esa cuerda, en la que se anudan los hilos más diversos, son los de una música antigua como el hombre y fresca como agua bebida en el desierto: es la música de la conversación. No quiero decir que estemos, sin embargo, ante un poeta coloquial ni ante un cronista de la vida cotidiana a menos que aceptemos que la vida cotidiana no transcurre sólo en el barrio y que para conversar no es imprescindible frecuentar al vecino. Lengua cotidiana pero tejida de ecos y evocaciones, coloquio urdido con voces lejanas, la poesía de Velter es la de un lector que lee los libros como quien lee las constelaciones y su cielo está aquí abajo: es la realidad misma, oculta por un exceso de palabras. "La vida está en otra parte", decía Rimbaud, pero esa otra parte está aquí mismo, es el reverso de aquí mismo, palpitando a la vuelta de la esquina, bajo un manto de papel periódico.
Entre la labor del editor y la obra del poeta no hay pues discordia ni solución de continuidad. Los poemas de André Velter surgen de una travesía por el desierto y avanzan en busca de un cielo hospitalario. Poemas de viaje en los que apenas encontraremos el relato de anécdotas y peripecias, pero siempre el testimonio de una búsqueda aventurera, en la que hay encuentros y visiones y más misterios que certezas: el itinerario de este errabundo en busca de su Oriente traza la forma de un signo de interrogación que es, lo sabemos bien, el de una espiral que aflora. La estela del viajero es un hilo negro sobre fondo blanco, pero su estrella es una luz en la negrura. Sílabas dichas al lado de la fuente, delante de la hoguera, al calor de la memoria que lleva la caravana por la intemperie. En la altanoche que dura en el desierto, André Velter es un insomne que vela y guarda la memoria.