Eduardo R. Huchim
La cultura del engaño

Aparte de la enérgica resolución contra Rubén Figueroa y siete de sus colaboradores por la matanza de Aguas Blancas, dictamen cuya relevancia es evidente, la Suprema Corte de Justicia ha hecho otra gran aportación a la sociedad mexicana al plantear lo que llamó la cultura del engaño. En el informe que rindió a solicitud del presidente de la República sobre los graves hechos ocurridos en aquella zona guerrerense, la Corte expresó:``Infortunadamente, existe la propensión de incorporar a nuestra vida política lo que podríamos llamar la 'cultura del engaño, la maquinación y la ocultación'. En efecto, graves acontecimientos han ocurrido en el país, de enorme importancia y trascendencia..., que en vez de ser afrontados con reconocimiento y deseos de superación, se han pretendido esconder, a pesar del alto costo social que tienen el engaño y el ocultamiento. Parecería que no nos atrevemos a enfrentar la verdad. Pretendemos, aparentemente, no perder la confianza nacional e internacional, no a través de reconocer sencillamente nuestras fallas y nuestras equivocaciones, sino ocultando las equivocaciones. Es bien sabido que para sostener una mentira hay que seguir mintiendo, y en forma sumamente compleja. Por absurda que sea la versión artificialmente elaborada, debe sostenerse con mayor énfasis dentro de una explicación oficial, vigorosamente sostenida a pesar de su incongruencia''.

Este importante pasaje del informe preparado por los ministros Juventino V. Castro y Castro y Humberto Román Palacios, y hecho suyo por el pleno de la Corte, está obviamente inspirado en los hechos de Aguas Blancas, pero su aplicación va más allá del caso guerrerense, y así lo señalan expresamente los ministros al apuntar que ``tiene una connotación definitivamente nacional y no local''.

Y así es en efecto, esa cultura del engaño, la maquinación y la ocultación, a la que podría agregársele la simulación, es parte importante de las distorsiones de la vida pública que han conducido al estado actual de descomposición política. Ninguno de los tres poderes ha sido ajeno a esa cultura, cuyos perversos efectos han dañado con severidad a la nación.

Así, el presidente de la República nos habla de una recuperación que nadie ve, y lo hace a pesar de que virtualmente todos los sectores, incluidos empresarios y trabajadores, se manifiestan insistentemente contra su política económica. El propio mandatario el actual y prácticamente todos sus antecesores desde 1929 nos habla de democracia y elecciones, a sabiendas de que mientras exista un partido de Estado en el que milita y al que subvenciona la democracia a plenitud y las elecciones en condiciones de equidad serán, sencillamente, imposibles.

En el Congreso de la Unión, igual que en los poderes legislativos estatales, el partido de Estado, atento a los deseos del Presidente y los gobernadores, impone su mayoría sin escuchar los argumentos contra proyectos de ley desvinculados de importantes intereses sociales. Es común la repetición de un hecho deplorable: los legisladores de la oposición ganan los debates, pero el partido de Estado gana las votaciones por la simple fuerza de su número.

En muchos tribunales de la Federación y de los estados, la impartición de la justicia se ha tornado mercancía sujeta a compraventa, y en esta transacción, practicada al margen de la ley y la equidad, quienes menores recursos poseen son, naturalmente, los perdidosos. Por ello quienes pueblan las cárceles mexicanas generalmente están ahí más por pobres que por delincuentes. Y la Suprema Corte, que ha producido en un solo año dos resoluciones históricas en los casos de Tabasco y Guerrero, en la que comentamos hubo de actuar sólo a solicitud del Ejecutivo, desestimando una petición anterior de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos carente de fuerza jurídica, sí, pero no de razón. Es menester asentar que no se niega aquí la existencia de jueces probos, pero son tan relativamente pocos que recuerdan a la golondrina y al verano.

Es tal la amplitud de la cultura del engaño que ni las leyes se salvan. A la Constitución, por ejemplo, se le ha agregado demagógicamente derechos como los de la salud y la vivienda, que en la práctica son imposibles de ejercer por insuficiencias y deficiencias. Y qué decir del salario mínimo, que debe bastar para satisfacer necesidades elementales? Y de la división de poderes, el municipio libre y de tantos otros habitantes de la cultura del engaño aunque no engañen a nadie?En buena hora que la Corte llame implícitamente a la reflexión sobre tal repudiable cultura. Mejor aún si de su análisis se derivan actos de gobierno y sociales que conduzcan a su abandono, o al menos al alejamiento de ella. Es decir, a rechazar la mentira y privilegiar la verdad.