En la madrugada del 26 de abril de 1986, tras varios intentos fallidos para estabilizar el flujo de energía, estalló el cuarto reactor de grafito de la planta nuclear de Chernobyl. Las dos explosiones sucesivas destruyeron el reactor y volaron el techo del edificio, emitiendo una columna de desechos, humo y radioactividad de un kilómetro de altura. Tres técnicos murieron de inmediato y 28 más --entre bomberos y personal que acudió al accidente-- sufrieron radiación extrema que los mató de quemaduras en las semanas siguientes. Se estima que la radiación, consistente en uranio, plutonio, estroncio, iodo y cesio, se dispersó por un área de 260 mil kilómetros cuadrados en Bielorrusia y Ucrania, dejando 25 por ciento de sus tierras incultivables. Veinte millones de personas se expusieron a la nube radiactiva que emanó de Chernobyl; los más afectados fueron quienes habitaban la zona adyacente al lago artificial de Pripyat, diseñado para enfriar el reactor. La radiación liberada fue 200 veces superior a la que desprendieron las ignominiosas bombas de Hiroshima y Nagasaki combinadas en 1945.
Actualmente en el mundo existen 432 plantas nucleares, distribuidas en 26 países: 109 en Estados Unidos y 58 en lo que fue la Unión Soviética. De éstas, 16 son tan anacrónicas e inestables como Chernobyl, y deberán desactivarse antes del año 2000. Pero una quinta parte de la energía mundial depende de ellas, y la demanda nuclear crece a razón de 4 por ciento al año. No obstante cuan amenazantes, los reactores nucleares son necesarios para el desarrollo y el bienestar humanos. El problema de su estabilidad y seguridad es de orden político, no científico. El desastre de Chernobyl se suscitó por falta de precauciones y de mantenimiento apropiado. Más que una cadena de errores humanos, la sombra de la desinformación y el nepotismo se fusionaron en la bomba de grafito. Treinta y dos mil muertes reconocidas, poblaciones enteras paralizadas de miedo, sin saber si quedarse o huir, temerosas de casarse o engendrar hijos.
Cuando la radiación atraviesa los tejidos del cuerpo, transfiere energía ionizando sus moléculas. A bajas dosis, las células del organismo pueden reparar el daño genético y reintegrar sus funciones. Pero cuando la exposición es intensa, la piel y las mucosas se queman, se producen alteraciones cromosómicas y se abate la replicación de componentes sanguíneos. Estos efectos, conocidos en conjunto como síndrome de radiación aguda, ocurrieron en 237 habitantes de la región de Chernobyl, a escasos 130 kilómetros de Kiev. Pero además, en pocas semanas se habían hospitalizado miles de ucranianos con reacciones de pánico, agobiados por la incertidumbre de muerte. En 1991, el gobierno de Ucrania pagó una sexta parte de su presupuesto nacional para compensar a las incontables víctimas.
A una década de distancia, se sabe que la incidencia de cáncer aumentó 0.01 por ciento (es decir, uno de cada mil casos nuevos pueden atribuirse a la explosión nuclear); sobre todo cáncer papilar de tiroides.