Hace un año, cientos de miles de trabajadores celebraron el 1o de mayo como no lo habían podido hacer en mucho tiempo: tomaron el Zócalo de la ciudad de México de manera independiente, convirtiendo las jornadas de lucha del Día del Trabajo en una impresionante protesta obrera.
Un año después, las cuentas que presenta el movimiento sindical mexicano dejan mucho que desear. Sin organización, sin dirección y sin proyecto, el malestar obrero se diluyó en varias batallas defensivas, y, en la construcción de dos proyectos de frente (la Intersindical ``Primero de Mayo'' y el Foro ``El sindicalismo ante la Nación'') que no han podido revertir los problemas básicos del movimiento sindical.
De manera muy esquemática, estos problemas nacen de la crisis de las relaciones corporativas y clientelares como terreno de relación entre el movimiento sindical y el Estado, del agotamiento de un modelo de sindicalismo que negocia concesiones con el Estado en lugar de fortalecerse en la esfera de la producción, y del agotamiento de la capacidad y de la voluntad redistributiva del Estado por la vía sindical. Ellos pueden ser agrupados en cuatro grandes bloques: los relacionados con el salario, el empleo y la globalización; los vinculados con la política social; los que tienen que ver con la representatividad, la legitimidad y la unidad, y, finalmente, aquellos asociados con la carencia de un nuevo terreno de trato con el Estado.
Decir que el movimiento sindical ha sido derrotado en estos cuatro frentes está lejos de ser una afirmación catastrófica. En los últimos diez años, el salario mínimo real perdió casi el 37 por ciento de su poder adquisitivo. Cuando menos más de 2 millones y cuarto de mexicanos no cuentan con empleo. Y, según reporta La Jornada (28 de abril de 1996), durante 1995 siete de cada diez empresas manufactureras disminuyeron su nivel de producción y empleo, y la incipiente recuperación que comienza a mostrarse ``no se reflejará en un mayor empleo''. La desregulación y ``flexibilización'' de las relaciones laborales sin cambios a la leycrece.
Lo mismo sucede en el terreno de la política social. Durante 1995 la población que tenía cobertura con alguna institución de seguridad social fue de poco más del 47 por ciento contra el 56 por ciento que la disfrutaba hace dos años. La privatización del IMSS se impuso, a pesar de algunos conatos de resistencia sindical. Por lo demás, poco tiene que ver desde hace años el movimiento sindical con la definición de las políticas sociales. Su participación en el actual debate sobre su orientación (desde el problemático hasta la nueva distribución de los subsidios) ha sido prácticamente inexistente. El hecho es particularmente trágico para un modelo de sindicalismo que había hecho de la negociación en esta esfera uno de sus principales terrenos de lucha.
Más grave aún es el problema de la construcción de nuevas representaciones y de la ausencia de legitimidad de la mayoría de las existentes. En ello se mezcla tanto la edad y falta de renovación de la mayoría de los liderazgos, como su carencia de autonomía e independencia. Los esfuerzos de renovación, sostenidos intermitentemente a lo largo de los últimos 25 años, han tenido magros resultados. El uso de la cláusula de exclusión, el despido y la coptación han sido instrumentos eficaces para decapitar la emergencia de direcciones auténticas. En este marco, los esfuerzos unitarios han carecido de eficacia.
El viejo pacto entre Estado y movimiento sindical no existe más. Las direcciones oficiales siguen acatando la firma de acuerdos sobre política económica pero han dejado de recibir los beneficios redistributivos para sus afiliados. Con excepciones notables, han aceptado la privatización de empresas públicas. Han conservado, eso sí, el monopolio de la intermediación.
Todo ello debiera ser razón suficiente para emprender una profunda reforma laboral. El viejo corporativismo puede permitir el control de las demandas salariales, pero no garantiza ya ni lealtades electorales ni, mucho menos, la generación de una cultura productiva entre los trabajadores capaz de permitir enfrentar los retos del cambio tecnológico y la globalización económica. Pero esta reforma, necesariamente democrática y participativa, y que tiene una dimensión distinta a los posibles cambios al Art. 123 constitucional, no parece estar en la agenda del actual gobierno, que prefiere ``nadar de muertito''.
El sindicalismo mexicano ha perdido una batalla que nunca dio. Su derrota lo ha sumido en una de las más graves crisis de su historia. Quizás ahora, este 1o de mayo, cuando el fondo parece estar cerca, pueda iniciar su recomposición.